martes, diciembre 02, 2025

Eduardo Mendoza

 “No queda nada de la Barcelona en la que nací”

EL PAÍS acompaña al escritor catalán, premio Princesa de Asturias de las Letras, durante la jornada de inauguración del salón literario de la FIL de Guadalajara

Un espeso bigote blanco avanza por los pasillos de la Feria de Guadalajara, indiferente al efecto que causa a su alrededor. Tras él se dibuja una sonrisa afable y pícara, y una boca que fluye entre el catalán y el español con la misma naturalidad con la que un vaso vuelca su contenido en otro. En el país de los bigotes, este no es, sin embargo, el bigote de un hombre mexicano, sino el del multipremiado y querido escritor Eduardo Mendoza, sobre el que todavía pesa el cansancio de un viaje que terminó la madrugada anterior. “La próxima vez, voy a pedir que el premio consista en estar tranquilo”, bromea el flamante Princesa de Asturias de las Letras de camino al salón literario que inaugurará media hora después. EL PAÍS lo acompaña a esta y a las demás actividades de un día en el que todo el mundo quiere intercambiar con él un beso, un abrazo o apenas unas palabras de cariño o admiración.

Mendoza encabeza la delegación de la ciudad invitada a un encuentro del que solo tiene cosas buenas que decir. “Una feria es lo contrario de la guerra. La gente se junta, negocia, habla y luego se va a tomar unos vinos, y esto me parece la civilización”, afirma optimista. El escritor catalán está nervioso por el discurso que dará a continuación. Le preocupa quedarse corto o pasarse de tiempo, que la gente se aburra, que se quede sin cosas que decir. Su desenvoltura y su humor, sin embargo, apuntan en dirección contraria. El autor barcelonés, de 82 años, tiene motivos para la alegría. Este año no solo ha sido reconocido con el prestigioso galardón español, sino que celebra el 50 aniversario de su debut literario, La verdad sobre el caso Savolta, que venció a la censura franquista y puso la primera y decidida piedra en un camino empedrado de éxitos, aunque él se resiste a pensar en ello. “El tiempo hace cosas muy raras con las personas y con los libros. Este libro ha tenido una vida propia que yo no he controlado y ahora nos volvemos a encontrar: él, igual; y yo, 50 años más viejo”, señala.

Ha cambiado mucho en estas cinco décadas, dice, “de arriba abajo”. Quiere pensar, sin embargo, que conserva “la curiosidad, las ganas de aprender”. A veces es fácil engañar al tiempo, porque “uno se mira al espejo y no se ve”: solo distingue el paso de los años sobre la piel cuando se topa con una vieja fotografía en la televisión. Cosa distinta es su cosmopolita Barcelona natal. “Ha cambiado mucho, pero todas las ciudades cambian a una gran velocidad. Van mucho más deprisa las ciudades que las personas”, asegura: “Uno mismo no reconoce la ciudad en la que nació, porque ya no queda nada de ella. En cambio, de nosotros, sí”.

—¿No ve nada de la Barcelona de entonces?

—No, la recuerdo, pero no la encuentro, porque no está, no existe. Existen las piedras, las calles, el metro, pero todo ha cambiado: las relaciones, la forma...

A esa Barcelona que es escenario de su vida y de sus novelas, pero también protagonista de ambas y de esta convocatoria de la FIL, le ha dedicado el discurso inaugural, en el que ha hecho un repaso de la urbe desde la época de los íberos hasta la actualidad. “Les contaré cosas que no están en las bases de datos, seguramente porque son falsas, pero que forman parte de la memoria colectiva, de la manera que tenemos los barceloneses de ver Barcelona, y de la manera que tienen los forasteros de verla cuando llegan. Una historia imaginaria de la ciudad”, ha prometido, y el público ha reído cómplice y atento. Muchos harán cola más tarde para llevarse su firma estampada en alguno de sus libros, que son muchos y le han granjeado un club de lectores “devoto y fiel”, en sus palabras, que sigue “renovándose” con cada generación. Nota aquí.




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