
Los niños, en su infinita inocencia, siempre han sido los mejores poniendo en práctica uno de esos rasgos del ser humano que lo diferencian del resto de seres vivos: la capacidad para burlarse del prójimo. Algunos de los casos más sangrantes se han dado en las competiciones deportivas de los patios, hasta el punto de aparecer, como antítesis a la rotunda sentencia hay que saber perder, la resignada, rabiosa y, aparentemente sensata, también hay que saber ganar. Crónica completa aquí.
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