Quique González y Luis García Montero, cómplices de la poesía, la música y la vida.
El valle trae un aroma de flores frescas y eucalipto y el sonido de los cencerros de las vacas desayunando en los pastos. Deben de ser cerca de las diez de la mañana de un viernes soleado de julio en Cantabria y, mientras la bruma que dejó el amanecer termina de disiparse, sobre la mesa del jardín de la casa de Quique González cercana a Villacarriedo humean dos tazas de café, la suya y la de su colega César Pop. Ambos se despertaron hace un rato y ya se han colgado sus guitarras como el día anterior, cuando también las abrazaron hasta entrada la madrugada. La cosa es seria, hay canciones a medio nacer y, en tales circunstancias, ellas dictan los tiempos marginando a los relojes.
Se trata de las canciones que Quique está musicando con ayuda de César sobre las letras que últimamente le envía su amigo Luis García Montero. No son poemas, sino canciones escritas expresamente por el poeta granadino para que el músico madrileño las haga suyas. Son una especie de regalo, al menos como tal las toma Quique González cuando habla de ellas antes de adentrarse junto a César Pop en un universo de acordes y palabras, buscando insistentemente entre las seis cuerdas las notas precisas, igual que exploradores embarcados en aquella nave de los locos que evoca uno de los textos de García Montero, ansiosos por llegar a puerto pero, al mismo tiempo, disfrutando con intensidad de la travesía. Crónica aquí.
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