LA VIDA, CUESTA
Pienso en lo lejos que estoy de casa. De ti. De todo. De aquel niño repleto de sueños. Del día que llegué a Madrid para cumplirlos hace media vida ya. De cómo se evaporan a medida que van cayendo inviernos. El frío cala hasta los huesos y, a estas alturas, la única satisfacción es la mano amiga que presta abrigo. Algunos versos, pocas canciones. Las ganas de huir. Dámaso Alonso nos avisó de que esta es una ciudad de un millón de cadáveres. Los amigos se van marchando, aunque siempre pensamos que la calle aguanta un asalto más. Pero aquí ya nada se parece a lo que imaginamos. El sevillano Manuel Cuesta canta que la vida no es lo que prometía, pero que aún nos queda un segundo tiempo por jugar. Quiero creerle, porque es triste que el camino acabe aquí, tan cerca, pero tan lejos.
El miércoles acudí a El último baile, que es el nombre de su sexto disco, pero también la forma que ha encontrado para bajarse de los escenarios a pesar de nuestra resistencia. Cientos de personas abarrotaban ese día El Intruso, una sala de conciertos en el corazón de la capital. Justo a los pies de un bloque de viviendas en la calle de Augusto Figueroa, donde vivía mi amiga María y donde tantas veces construimos castillos de arena que arrastró la corriente. Madrid es una máquina de triturar esperanzas, pero también el camino a ese éxito tan esquivo. Por eso acudimos todos. Por eso nos acabamos yendo todos. O lo pretendemos. Lo sabe bien Miriam, que está a punto de volver a Galicia cansada de estar cansada. Yo le digo que aguante un trago más, hasta que la música deje de sonar. A quién voy a engañar si tengo hecha la maleta. Crónica aquí.
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