Nápoles, altar eterno de Maradona
Un recorrido por la ciudad en la que el astro argentino vivió entre el cielo y el infierno. Las personas que convivieron con él recuerdan una época inolvidable antes de la visita de Leo Messi al estadio San Paolo.
La noche del 31 de marzo de 1991 sonó el teléfono en casa de Raffaella Iuliano. Su padre, histórico jefe de prensa del Nápoles, se quedó helado.
—Venid para acá. Se terminó.
Maradona les recibió minutos después en la puerta de su casa del barrio de Posillipo. Vestía un chándal de color azul y unas pantuflas con perros de peluche. En el piso de abajo había gente llorando, todo eran caras largas en la familia. Algunos periodistas se ocultaban entre los setos del jardín para tener la primera fotografía del éxodo. La FIFA le había suspendido pocos días antes tras un control antidopaje: 15 meses en la grada, la peor sentencia, 259 partidos y 115 goles después. El glorioso ciclo en Nápoles, donde un chico de 1,68 procedente de la pobre Villa Fiorito ocupó durante siete años un altar reservado a los santos, se perdió en la estela de un avión rumbo a Buenos Aires con escala en Roma. Pasaron muchos años hasta que los callejones de Forcella y Sanità, empapelados todavía con murales en honor al mito, habrían de volver a reencontrarse con su último benefactor. La ciudad y él se habían devorado mutuamente. Nota aquí.
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