No lo puedo evitar. «Cuanto esto acabe», «cuando termine todo esto», «cuando esto pase» son frases que recibo diariamente desde que empezó la cuarentena –por teléfono, por WhatsApp, por Messenger, por Telegram, por Instagram, de viva voz–, y no puedo evitar que me recuerden aquel «cuando acabe la guerra» de tantas películas.
Hace ya 26 años que llegué a España por primera vez. Era mi primer viaje fuera de Cuba –mi primer faster–, y aún recuerdo mi cara de asombro, mi deslumbramiento: «¡Esto es Europa!», «ahora sí», «estoy en España». Me acordaba de Martí, imaginaba sus destierros a la patria de sus padres. Y luego me acordaba de Machado, de Lorca, de Quevedo, de Lope.
España había salido, por fin, de mis libros de texto, de mis lecturas poéticas y mis películas y mis series de los años 80 –desde El discreto encanto de la burguesía, hasta La colmena o Mujeres al borde de un ataque de nervios; desde Cañas y barro y Fortunata y Jacinta, hasta Turno de oficio–; España se me había plantado, íntegra y real, frente a las narices. España era la T-1 en Barajas, que me parecía tan moderna entonces. Y Atocha. Y un Talgo que también me parecía enorme y modernísimo. Crónica aquí.
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