Santi Feliú era tartamudo. Como Wiston Churchil, Napoleón Bonaparte, Anthony Hopkins, Demóstenes, Lewis Carrol, Marylin Monroe (por citar solo algunos). Santi Feliú era zurdo. Como Beethoven, David Bowie, Bob Dylan, Kurt Kobain, Jimi Hendrix, Paul Mc Cartney, Mozart, Schumann, Atahualpa Yupanqui (por citar solo algunos). Santi Feliú era poeta. Como Silvio Rodríguez, Leonard Cohen, Lezama Lima, T.S Eliot, Borges, Vallejo, Eliseo Diego (por citar solo algunos). Y cantaba.
Santi Feliú era un poeta tartamudo y zurdo que cantaba sus versos, un joven eterno que se dejaba el pelo largo y la barba bohemia para que todo aquel que pasara a su lado supiera, de golpe, los peligros de la zurdería, las bondades de la tartamudez, el desparpajo de la poesía.
Así lo supe yo la primera vez que nos cruzamos en los años 80, en el ya mítico Patio de María, cuando todos éramos “feliuzmente” jóvenes (el flaco Ireno, la estilizada Gattorno, y hasta Migdalia, la viuda de Roberto Branly, y hasta el propio Branly, desde un retrato hecho, pensaba entonces, para las páginas de una enciclopedia). Y así lo supe cada vez que lo vi (pocas, por cierto) en La Habana, esa ciudad que lo adoptó, definitivamente. Porque los genios como Santi Feliú son siempre seres adoptados. Siempre. La ciudad, el país, los amigos, los hermanos, los colegas, las amantes, hasta los padres biológicos terminan adoptándolos, porque es mejor, más coherente con su forma de hacer, ser, ah-ser, lo más complejo. Crónica aquí.
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