La vida es una sucesión de bares. O lo era. Han cerrado los bares igual que la vida ha cerrado durante esta plaga que no cesa. ¿Regresarán esos bares nocturnos a donde acudíamos para sanar el alma bajo la luz azul de la ginebra? Quién sabe. Algunos quedarán reducidos a arqueología de un pasado reciente, polvo de neón, será como aquella canción de los años 80 (que cantaban Los Piratas), perdonen las disculpas por el acumulamiento de tópicos de un cierto rock&roll que bebe del cubata de Joaquín Sabina, otro gran conocedor de los bares antes de confinarse en su torre de Tirso de Molina.
Pero en fin.
Hemos ido a muchos bares.
Íbamos al Josealfredo, cerca de la plaza de la luna que no se llama de verdad plaza de la luna, y fuímos (en algún momento u otro de nuestra existencia) al Autores y al San Mateo y al Penta y a La Vía Láctea y a la Sala Sol y al Rajajá y al Café Libertad y a La Chocita Sueca y al Costelo y al Hanoi y a Del Diego y (aunque menos) al Cock y al Why Not? y a Carbones y al Contraclub y al Freeway y al Trafalbar y a Kikekeller a Torero cuando allí Javier Bardem bailaba canciones de Raffaela Carrá justo antes de salir en Las edades de Lulú. . Nada de lo humano nos ha sido ajeno en cuestión de bares. Antros infectos, bares con la plancha humeante de panceta, after con delincuencia en la barra, sofisticados palacetes donde los gintónics cuestan un riñón pero siguen sabiendo a deliciosa colonia. Nota aquí.
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