lunes, julio 13, 2020

Christian Masello

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Hace ciento dieciséis años nacía Pablo Neruda. Poeta enorme con un sentido lúdico que trasladó a sus casas, en especial a la de Isla Negra, donde convivía con mascarones de proa a los que había bautizado con nombres propios, y respaldaba sus supuestas existencias con historias fantásticas. Botellones, caracolas, figuras, libros, rarezas de todo tipo… Su hogar, frente al mar, tenía mucho de paraíso terrenal.
Un español al que aprecio, un tal Joaquín Sabina, en su piso madrileño, ha hecho algo parecido. Convocó a diablillos juguetones para que, en un exceso visual, traduzcan su sensibilidad más íntima.
Neruda y Sabina. Don Pablo y Joaquín. Isla Negra en Relatores. Estos versos se suman a un común espíritu retozón:
Si Neruda lo hubiese conocido
muchos juguetes le hubiera prestado,
las costumbres dicen que un descocido
ha de venerar a otro despistado.
¡Las mujeres! ¡Ah! ¡La vida por ellas!
Mascarones por aquí y por allá,
formas y más formas en las botellas,
lo malo queda del lado dallá,
lejos de la tinta sobre el papel.
La poesía sale de Isla Negra,
escapa de paradas de oropel,
y aterriza en Relatores, sin suegra,
alejada del violento tropel,
cerca del alma del pueblo al que alegra.



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