domingo, agosto 23, 2020

Joaquín Pérez Azaústre

Lorca

Lorca como verdad, como esperanza, como fulguración. Creo en Lorca. Es una fe, pero es también una certeza. Eso me parecía a mis catorce años, eso me sigue pareciendo y así será ya siempre. Van pasando los años, pero Lorca está ahí, como magma interior, como sustancia. Como un espejo líquido y continuo, como un disparadero hacia otros mundos. Como Walt Whitman, como Juan Ramón, igual que Leonard Cohen. Luego, en la Residencia de Estudiantes, hablabas con gente que lo había tratado mucho y te encontrabas con el hombre que reía y sudaba como los demás, que soñaba en el canto y que tocaba el piano, que escribía por la noche en los veranos eternos, nebulosos, en su cuarto con balcón abierto en la planta de arriba de la Huerta de San Vicente. Con ese hombre. Te enfrentabas también a su muerte despierta, repetida en cada aniversario, con ese crimen turbio en la noche desnuda. Pero reconocías al hombre que había escrito raíces en la vida, el mismo que inventó tu adolescencia. Y la verdad de Lorca, su esperanza, esa fulguración de la creencia sigue estando plena en su poesía. Como en la de Walt Whitman. Y como en Juan Ramón. Igual que en Leonard Cohen, que llamó a su hija Lorca y lo empezó a leer muy joven, en Westmount. Crónica aquí.



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