Tardes de trilla
Cuando yo era pequeño el tren de carbonilla
paraba en la estación y los muchachos
íbamos a ver a los viajeros que, aburridos,
nos miraban tras las sucias ventanillas.
Y con mi primo Áureo iba a la trilla
en las tardes ardientes del verano.
La era estaba en alto y desde ella
veíamos el pueblo adormecido,
la carretera lejos y la iglesia.
Las tardes de calor, con el olor a trigo,
el sudor, sagrada sal de nuestros cuerpos,
las vueltas incansables de las mulas,
y ese dulce sopor de los diez años.
Había un silencio infinito roto solo
por el trillo al pasar sobre la paja.
Y ese frescor del agua del botijo
que era gloria bendita en la garganta.
Ay, la amable niñez, pueblo adorado
en el que fui feliz en la pobreza,
mis padres, mis hermanos y mis primos,
refugio de mis sueños. Y la dicha.
No esperaba al futuro y todo era
un presente tan limpio como el cielo
deslumbrante y azul que aún me protege
en las noches de miedo y pesadilla.
Y ahora que la vida es un recuerdo,
que la derrota ya vive en mis manos,
me vienen esas tardes de la trilla,
ese calor del heno por las eras.
Y quisiera ser el niño que era entonces,
y volver a iniciar, sin cambiar nada,
la vida -misma vida- que me lleve
a esta misma vejez que tengo ahora.
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