sábado, octubre 17, 2020

Ana Montojo

 Y DE REPENTE UN DÍA

Y de repente un día despertamos
con nuestro mundo vuelto boca abajo.
Esta vez nuestros ojos
no iban a contemplar la primavera
que afuera reventaba ajena a este desastre,
mientras todos en casa, detrás de los cristales,
mirábamos las calles desahuciadas,
sin niños en los parques, sin viejos paseando,
sin jóvenes riendo y amándose en lo oscuro.
Hubo tres lunas llenas, brillantes y rojizas,
colgadas en el cielo para nadie
−ya no escribían versos los poetas
ni se besaban los enamorados
bajo su luz de plata−,
solo para los gatos callejeros
que maullaban hambrientos
ante el cierre de acero de los bares.
Dejamos de mirar a los desheredados
porque ahora nosotros –¡ay, nosotros!−
debíamos pensar en lo perdido,
en los días de vino y rosas de ayer mismo,
lamernos las heridas y masturbar el miedo;
había mucha prisa en buscar un culpable
y comenzar a odiarnos con la cara tapada.
Se hicieron infinitas las distancias,
la tierra se volvió un campo de minas;
no leíamos cuentos a los niños,
había que contar las cifras del espanto,
comparar el montante con los otros países
y, con un vergonzante regocijo,
celebrar si sumaban
unos pocos más muertos que nosotros.
Nos hicimos peores de lo que éramos antes
y eso que parecía difícil superarlo.
Pero no cabe duda
de que todo lo puede el hombre blanco.



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