Nuestro altar
Mientras que aquí es un tabú, un proceso incómodo y lleno de dolor que negamos, en México la muerte es una consecuencia más de la vida, un paso adelante
El otro día leía un mensaje de Pancho Varona en el que se lamentaba de que octubre, un mes de viajes a América Latina, es este año solo eso: octubre. Para la gente que gira por todo el mundo con sus proyectos artísticos, el otoño es el momento en el que las maletas se cargan, las peleas en la aduana vuelven y ese bullicio lleno de color de nuestros hermanos al otro lado nos recibe brillante, como si el tiempo no hubiera pasado. Porque el tiempo no se pausa cuando hay canciones, cuando hay poesía: el tiempo nos pertenece. Este año, sin embargo, no sonamos al otro lado. Los viajes se posponen, las canciones se guardan, los poemas no se pueden compartir en voz alta. Y esa es otra más de las infinitas tristezas que nos está dejando esta pandemia.
Si todo estuviera bien, probablemente ahora mismo estaríamos en México. México, en esta época del año, es una bandera. Todo gira en torno a sus hábitos y costumbres culturales. El año pasado pudimos disfrutar del Grito de Independencia en un hotel del DF. Con un tequila y un chile habanero, pusimos la televisión la noche del 15 de septiembre y gritamos con todo el país por su liberación. Ahora, cada vez que la vida me aprieta y siento que me ahoga por dentro, recuerdo ese grito y el pecho se envalentona, deseoso también de librarse de los yugos externos. Hay cosas que sí deben celebrarse, y la libertad es una de ellas. Nota aquí.
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