El horno de mi tío Palco
En la tarde del frio, cuando era yo un niño
y en las calles corría un viento helado y seco,
encontraba refugio en el horno del pan
del tío Palco y, callado, aterido y feliz
me sentaba en el poyo con mi abuelo Perico.
Él nada me decía. Solo un pequeño gesto
de cariño y sus manos que apretaban temblando
la garrota de fresno que yo miraba siempre
con envidia y deseo. El amado bastón
que quisiera yo ahora ayudando mis pasos.
En el aire flotaba esa suave fragancia
de la masa de harina y de la levadura,
aquel seco perfume de la jara al quemarse
y el olor de mi abuelo a vejez y retama.
Arropaban las horas nuestros sueños de niño.
Y una dulce modorra al abuelo y al nieto
nos llevaba a unos cielos de cálida ternura.
La noche derramaba sus horas en las calles
y el tic tac de un reloj se olvidaba del tiempo.
El tío Palco amasaba la harina y en la artesa
se producía el misterio cotidiano y sagrado
que hacía de la tahona el origen del mundo.
En el calor del horno se acurrucaba un duende
que cada noche hacía el milagro evangélico
de convertir en pan el sudor de la tierra.
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