Teresa vuelve al bar de carretera una última tarde
Ese viaje en la noche a ningún sitio,
por frías carreteras. Las paradas
en tugurios de chulos y de putas
en cualquier gasolinera, cuando solo
abrían de madrugada ciertos antros,
pollo frito y moriles, somnolientos
cantaores sudorosos y gitanas.
Y nosotros sentados a una mesa
con la luz de los neones a la espalda.
Cuántos años de tiempo, de ti misma.
Tus ojos devorando aquellas noches.
El olor al alcohol y a gasolina,
el ruido de los coches que salían
del sucio descampado. Risotadas
rompiendo los compases de algún cante.
Querías conocer lo más canalla,
esa desolación del amor loco,
la excitación, tal vez, de una pelea
o el brillo de navajas en la noche.
Te agarrabas tan fuerte de mi mano
que me arañabas la piel hasta la sangre.
Te palpitaba el pecho, estremecido,
con el deseo animal que te mordía
los labios, lo mismo que tus dientes.
Volvíamos muy tarde, con las claras
del día deslumbrando nuestros ojos.
No nos decíamos nada. Atrás quedaban
los últimos vencidos en la barra
de esos bares, los campos de batalla
de una guerra que nunca ganaríamos.
Luego tú llorabas cuando el auto
entraba en un Madrid desconocido,
apagadas ya las últimas farolas.
Nunca te pregunté por esas lágrimas.
Y ahora es muy tarde ya para saberlo.
Pero nunca -ya ves- volví al tugurio
de aquella carretera. Tuve miedo
de tantas noches negras. Sin embargo,
y muy de tarde en tarde, te me vienes
y te veo, bebiendo, como entonces,
la vida de los otros, esa vida,
niña triste, que siempre deseaste.
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