MEDINACELI
Era Medinaceli,
aquel verano del noventa y tres,
el lugar más hermoso de la tierra.
En el cielo colgaba una luna muy grande
sonrojada como una colegiala
con un primer amor.
Nos dio la bienvenida sobre el Arco Romano
y se posó tu mano en mi cintura
igual que si ese fuera su sitio de costumbre.
Paseamos por calles estrechísimas
sin soltar el abrazo, apenas si cabíamos
tú y yo y nuestras mochilas cargadas de derrotas
entre la piedra áspera
que al pasar me arañaba la piel del corazón.
Se cayeron al suelo las penas y los años,
los esquivamos juntos como saltan los niños
los charcos sin mancharse; y fuimos decididos
a cambiar el pasado que nos llevó hasta allí.
Casi lo conseguimos en aquel antro oscuro,
destartalado y triste que a mí me parecía
el salón más lujoso del palacio de un rey,
cuando me diste fuego al tiempo que quitabas
de mi boca el cigarro y sentí como antes,
como en la adolescencia, esa húmeda blandura
de tus labios soñados devorando los míos
con un hambre de siglos,
como si nunca hubieras besado a nadie más
y tu beso borrara hasta la sombra
del dolor más atroz.
El camino de vuelta lo hicimos en silencio,
la luna sonreía mirándonos volver.
En tu casa pusiste dos copas con esmero,
con sus cubos de hielo, corteza de limón.
Se quedaron enteras, muertas en la mesilla,
el hielo derretido de envidia y nuestros cuerpos
recuperando el tiempo del amor entre risas
y entre lágrimas dulces de las que solo brotan
de la felicidad.
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