martes, marzo 16, 2021

Rodolfo Serrano

 De una serie sobre mis viajes y ciudades con el recuerdo siempre de Madrid

Montevideo
Montevideo. Un día claro. Muy al fondo
de la calle, tan bella, se veía
el puerto como un punto en la distancia
y el mar -que no es un mar- de aguas tranquilas.
La vieja librería, viejos libros
amarillos de tiempo y de nostalgia.
Algún tomo de versos o de viajes,
el hombre tan amable,
el olor del papel como un perfume
que llegara a nosotros desde aquellos
lejanos días en que el hombre
amaba las leyendas
escritas en la piel de un cuerpo amado.
Todo era
como una luz abriendo
las empinadas cuestas. Los muchachos
riendo con sus mates.
La Pasiva, los bares. En la plaza,
altísimas palmeras,
y ese sol que, de pronto, parecía
calor acariciado. Y el perfume
de una ciudad amiga y descubierta.
En El Mercado, sin prisas,
paramos un momento,
mientras, frío,
nos entraba en la boca
el medio y medio como un placer del cielo.
El ruido de la gente, y esa dicha
de tener en las manos, detenidas,
las horas más hermosas de la tierra.
La ciudad tenía el aire aquel que solo
tienen las ciudades que, de pronto,
se entregan a los ojos del viajero,
se pegan a su pecho,
se meten por sus venas
y llenan para siempre los recuerdos.
Era larga la tarde.
Estábamos tan lejos ya de todo.
Esta tierra que traía la añoranza,
del mundo que dejamos y que ahora
se nos venía impetuoso a la memoria:
entramos en los bares y los bares
eran los mismos porque estabas
conmigo y a mi lado.
Y estas calles
que recorrimos juntos,
eran las mismas calles,
por mucho que estuviera Madrid lejos.
Y quedará en nosotros una suave
nostalgia, triste y dulce,
allá, en Montevideo.
Subimos, luego, juntos hasta El Cerro.
Zitarrosa a nuestro lado te cantaba.
Y yo te repetí lo mismo que él dijera:
“No hay dolor más atroz que ser feliz”.
Y yo lo era. Atroz y dulcemente, yo lo era.
La foto es de
Raul Cancio
. Dar un toque



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