Una última noche
Madrugada sin luz. Cómo te amaba.
En el silencio, el primer canto de los pájaros.
Se despertaba el mundo en esa hora
-ligero escalofrío- en que las cosas
han perdido el amparo de la noche.
Madrid era un espejo de azabache.
La luz de una farola en los cristales.
Por el balcón entraba, denso y sucio,
un olor a ciudad y a gasolina.
Pasaban muy lejanas, lentas, frías,
las horas de un reloj en la mesilla.
El tiempo era perfecto para amarse.
Amanecía -ya ves- como si fuera
la primera madrugada de la historia.
Callados, sin movernos, escuchábamos
el rumor de automóviles y el ruido
del triste camión de la basura.
Fumabas en silencio, en la penumbra,
yo miraba la luz del cigarrillo,
tu cara iluminada por la lumbre
que pintaba la sombra de tu boca.
No había nada más bello en todo el mundo.
El universo todo, detenido
en tu ceño fruncido, en las pequeñas
ojeras del amor, en ese brillo
de sudor en tu cuerpo, en el suspiro
que escapaba, suave, de tus labios.
La vida, me dijiste, es solo esto:
amanecer contigo. Y sonreíste.
Era tu última noche -me lo habías
advertido- te marchabas
a una ciudad de nombre impronunciable.
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