Una historia de bares
Echo de menos, ya ve usted, esa sonrisa.
Y su forma de hablar. Esa manera
de conversar de todo,
como si ella mismamente adivinase
lo que todos pensábamos aún antes
de decirlo en voz alta.
Usted me entiende.
La forma en que fruncía el entrecejo,
el modo en que miraba cuando entraba
en cualquier sitio extraño en el que nunca
hubiera estado antes.
Y ocupaba,
sin buscarlo -o eso parecía-
el lugar más destacado, el más visible.
No sé si usted recuerda cómo era
cuando bebía una copa, su elegancia,
esa delicadeza con que daba
su mano, como al aire. Ni una reina
-usted lo sabe bien- hubiera sido
capaz de esa desgana y ese arte.
Lo hablamos muchas veces aquí mismo,
en esta misma barra, cuando solos,
usted ya recogiendo,
tomábamos la última,
por cuenta de la casa. Y usted mismo
me aseguró que era de esas
mujeres que no sabes
si vienen o si van de aquí o a donde.
En fin, nunca sabremos
por qué dejó de venir. Son esas cosas
de bares de la noche. Esas historias
qué ocurren y que pasan.
Ayer mismo
alguien me comentó que la había visto
hablando con el pobre de la esquina.
Y otro me dijo que una noche
la vio, muy elegante,
en uno de esos sitios
muy caros. Y que iba
del brazo de un anciano caballero.
Y se reía
con esa misma risa que aún recuerdo.
Probablemente, sean invenciones,
será lo más seguro.
No la habrá visto nadie
desde la última vez -y ya hace tiempo-
que salió por esa misma puerta
diciendo como siempre: “Hasta mañana”.
Y hasta ahora. Ya ve.
Son esas cosas
que pasan en los bares de la noche.
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