La noche de padre
Cuántas cosas, padre, no quisiste contarnos,
austero como un árbol sin ramas y sin hojas.
Tan escaso en sonrisas y pleno de ternura,
ocultaste en tu alma todo tu sufrimiento.
Cubriste humillaciones con el seco desprecio
con que siempre miraste el hostil territorio
de los que te vencieron y golpearon tu alma.
De los que condenaron tu nombre en los papeles.
Tapaste tu cansancio, el sudor de la obra,
tus manos destrozadas, tu cojera del frío,
el temor al fiado y al hambre que acechaba
en la pobre cocina sin pan y sin manteles.
Nos hablabas muy poco de la metralla aquella
que aún azuleaba bajo tu piel. Nosotros
la acariciábamos suave, y en los dedos sentíamos
esa dulce aspereza del metal en tu carne.
No nos hablaste mucho de tu amargura y miedo.
Y nunca nos dijiste del dolor impotente
cuando supiste, luego, que a la Juana, tu madre,
la pasearon rapada por las calles del pueblo.
Otros sí me contaron de tu ruda entereza.
De la limpia nobleza que te llenaba el alma.
Y me dijeron -sé- que fuiste un hombre bueno,
que nunca hiciste daño ni al peor enemigo.
Porque jamás te ahogaste ni en rencor ni en venganzas,
aunque siempre recuerde tu pesado silencio
al pasar frente a ellos, los caínes de sangre,
y a esas flechas malditas que mataban la aurora.
En ti fue todo un largo, prolongado silencio.
Cuánto daría yo ahora por sentarme contigo
y me hablaras de todo o que, los dos callados,
anduviéramos juntos hacia la misma noche.
(Esta noche de piedra que me trae tu recuerdo).
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