Almudena
Ha pasado y lo hemos visto, pero no se puede creer. Tiene que haber algún error en esa noticia que dice que Almudena Grandes ha muerto. Porque todos los que la amábamos de puertas para dentro y desde hace más de treinta años, estábamos completamente seguros de que ella era invulnerable, de que, como solía yo mismo repetirle, nos iba a enterrar a todos. No se pueden hacer planes ni en las bromas. Pensar que esa fuerza de la naturaleza que era mi hermana del alma se haya extinguido, resulta demoledor, inaceptable. Tiene que ser mentira. En cualquier caso, no merece ser verdad.
Tantas veces la he visto escribir, tantos manuscritos suyos he leído, que sé perfectamente cómo trabajaba Almudena en cada párrafo de sus novelas, cada letra de cada frase. Si hoy, con el mismo cuidado que ella puso en escribir Los aires difíciles, El lector de Julio Verne o El corazón helado, por citar tres de mis favoritas, tuviese que quedarme con una palabra que me diera la impresión de que la definía, esa palabra es generosidad. A mis sesenta años, solo he conocido otra persona en toda mi vida tan generosa como ella, tan dispuesta a estar siempre ahí para lo que necesitaras, a echarte un cable o dejarte muy claro que las puertas de su casa siempre están abiertas para ti, que si tienes una urgencia a cualquier hora del día o de la noche es su número el que hay que marcar: su marido, Luis García Montero. Puede que Dios los criara y puede que fuese otra cosa, pero ellos se juntaron para dar lugar a una pareja memorable, en el terreno literario y en todos los demás. Cómo se han querido y se han cuidado; cómo nos han querido y cuidado a los demás.
La última vez que fui a ese piso, donde tantas veces he sido tan feliz y me he reído tanto, fue este sábado. Iba a darla un beso, sabía que era el último, pero cuando su hermana Luli y su hija Irene me abrieron la puerta fue para decirme que había muerto tres minutos antes. Subí la escalera, entré en su habitación, le acaricié las manos, esas manos delicadas con las que firmaba sus libros, fumaba sus cigarrillos negros y últimamente las cosas esas a vapor por las que tanto me burlaba de ella, y cuando volví a bajar esa misma escalera, ya iba a otro sitio, ya acababa en un infierno. Desde entonces no he hecho otra cosa que llorar, unas veces con lágrimas y otras sin ellas, pero no puedo evitarlo: darte cuenta de que no vas a volver a ver a una de las personas que más querías, que más necesitabas, no tiene consuelo, y quien diga lo contrario es que no ha perdido a nadie. Nota aquí.
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