Las espigas
A la memoria de mi abuelo Perico
Iba yo con mi abuelo alguna tarde
a espigar tras los carros que volvían
de los campos cercanos.
Era un juego
feliz. Nada importante:
cuatro espigas doradas que mi abuelo
guardaba entre sus manos de sarmiento.
En el atardecer la carretera
era un largo silencio de moreras.
El sol nos alargaba nuestras sombras,
y nosotros andábamos despacio
sin decirnos palabra.
Y ya más tarde,
en el pilón cercano a nuestra casa,
yo le miraba majando entre sus manos
ese grano sagrado,
dorado sol de tierra,
que acariciaba lento entre sus dedos.
Los dos allí sentados,
a la quietud amiga de la tarde,
veíamos volver
los pequeños rebaños entre el polvo.
En la torre llamaban a novena.
Las viejas, con el velo y el rosario,
subían por la Calle
Empedrá, presurosas, a la iglesia.
Me viene en este invierno,
duro y frío,
el calor de las tardes con mi abuelo,
su silencio,
tan cálido y cercano,
y esta melancolía que ahora siento
cuando tengo sus años.
Y quisiera
andar tras de los carros,
recogiendo
espigas de oro y me llegara
aquel olor dulzón de las moreras
mientras camino ahora
-solo y solo- hacia la noche oscura.
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