sábado, enero 14, 2023

Manuel Vicent

 El arte de elevar la copa a los labios

Beber bien o beber mal, esa era la cuestión. Ningún alcohol sería malo si te obligaba a escribir como Scott Fitzgerald después de un primer Martini.

En casa había unas botellas de mistela, de licor de café, de licor carmelitano, de licor de yerbas, que solo salían del armario en días muy señalados, onomásticas familiares y fiestas en que sonaba en el pueblo un volteo general de campanas y se disparaban algunas tracas en honor a algún santo patrón. Esas botellas de cristal tallado estaban presentes por la tarde en la mesa del comedor, cubierta con un mantel bordado, acompañadas con bandejas de magdalenas y pastelillos de confitura, junto con unas copas pequeñas, de estilo art decó, en las que apenas cabía un dedal, lo suficiente para mojarse los labios. Miguel no recordaba que nadie hubiera tomado nunca esos licores porque pasaba el tiempo y volvían intactos al armario sin bajar de nivel año tras año. Tal vez solo hacían acto de presencia para demostrar que en esa familia cierta apariencia de placer también estaba permitida. Esa sensación acompañó a Miguel a lo largo de su vida.

El primer alcohol doblemente prohibido que Miguel se llevó a los labios fue el vino de misa que se bebía en la sacristía cuando era monaguillo. Aunque dentro de la vinajera solía haber algún mosquito naufragado, ese último rescoldo se lo disputaba con los compañeros. Era un vino dulzón, probablemente de Málaga, que había estado a punto de convertirse en la sangre de Cristo. Esta secreta degustación solía ir acompañada de un puñado de obleas sin consagrar que servía de tapa. Y para terminar la fiesta se liaban un cigarrillo con las colillas que el cura asmático arrojaba en la escupidera de serrín. Aquel cura parecía un personaje de Graham Greene; le gustaba mucho el coñac y más de una vez los monaguillos lo habían visto con el bonete ladeado sobre una oreja decir misa con un latín trastabillado. Nota aquí.



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