Mereció la pena
Nada valió la pena. O pocas cosas:
Tus labios en la noche, una muchacha
en la playa dorada del verano.
Tal vez un bar sin nombre en la autopista,
una canción nocturna por la radio,
o esa ciudad perdida en la memoria.
Y pocas, pocas cosas sobreviven:
Un verso que se clava en nuestro pecho,
la mirada de un niño, ese relámpago
que ilumina la noche en la tormenta,
el purísimo silencio de una iglesia
o el tacto milagroso de otra carne.
Esas cosas que siempre nos conmueven:
El sudor de dos cuerpos en un cuarto
de un motel en las afueras del olvido,
un tren de madrugada, un aeropuerto
con esa soledad de luces frías
o un viaje a una ciudad desconocida.
Todo eso, las cosas que un día fueron
-pequeñas, sin apenas importancia-
se quedan para siempre en nuestras almas,
nos salvan del olvido y la derrota,
nos hacen inmortales -como héroes
que ganaron la gloria sin buscarla-
y guardan cada noche nuestros sueños.
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