jueves, marzo 09, 2023

Luis García Montero

 Precisamente por eso

La literatura, en su afán de contarnos la vida, enseña que la realidad más complicada se encarna a veces en una escena sencilla. Una situación y unas pocas palabras resumen las historias personales y colectivas. Lo pensé el otro día en un homenaje a Ángel González en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes, cuando María Gil Burman contó una anécdota que me recordó la manera de ser y de estar de un poeta inolvidable.

Ángel González nació en 1925 en Oviedo. Fue el hermano menor y mimado de un mundo feliz, capaz de hablar por teléfono con cualquier sueño. Su familia estaba muy relacionada con el magisterio asturiano, pero los vientos de la vida dan casi siempre lecciones más rotundas que los mejores maestros. Muerto el padre de forma temprana por una operación médica poco afortunada, la familia pagó una factura muy alta por culpa de otro tipo de dolencia nacional crónica: el golpe de Estado de 1936, la guerra, la derrota y la dictadura. Un hermano mayor fusilado, otro hermano en el exilio y la madre y la hermana víctimas de la depuración que el magisterio sufrió en la época de los himnos, las proclamas y la irracionalidad abanderada. Se vieron obligados a convertir la casa en una pensión para limpiarle las sábanas y darle de comer a los oficiales del mismo ejército que había destrozado su alegre convivencia republicana.

Apurado por la vida, Ángel se hizo poeta, buscó en las palabras, en Juan Ramón Jiménez y en Antonio Machado, las mismas complicidades que en los amigos del barrio para compartir imaginaciones y la ilusión de un tiempo distinto al que soportaban. Escribió, militó y vivió durante muchos años con más convencimiento que esperanza, dispuesto a no renunciar a las convicciones en las que se había educado, aunque la realidad del franquismo pareciera una roca inconmovible y cada año nuevo no supusiese nunca una vida nueva. Pero le gustaba cantar y tocar la guitarra. Crónica aquí.




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