sábado, julio 08, 2023

Alma Patágonica

 El restaurante que atravesó el pueblo empujado por los vecinos

En pleno Parque Patagpjnia Azul, asomado al Atlántico Sur, Camarones es un pequeño pueblo de Chubut que acoge Alma patragónica, el restaurante de Mara Capdevilla y Ariel Giogetti. Alrededor suyo tejen las historias quen dan naturaleza al pueblo, y una cocinja que bebe de la esencia esteparia y marina del pueblo.

amarones es un pequeño pueblo pesquero de la Patagonia argentina, en la provincia de Chubut, a orillas de una bahía que ya ofreció puerto natural a comienzos del siglo XVI, cuando exploradores españoles fundaron la provincia de la Nueva León. Es el mar del fin del mundo. Una indómita costa recorrida por islotes e islas con restinga que fueron temidas por los navegantes; sobran las historias de naufragios. Aguas heladas y de naturaleza salvaje son el medio ideal de salmones, pulpos y langostinos. “Hacemos platos con los productos de nuestro patio, el mar”, proclama Mara Capdevilla orgullosa creadora de Alma Patagónica, el restaurante del Camarones que se ha convertido en lugar de culto para aventureros.

Ariel Giorgetti es pareja de Mara y responsable de los fuegos del restaurante. Nacido en Necochea, ciudad balnearia de la provincia de Buenos Aires, es especialista en redes de pesca y su padre tuvo una marisquería. Sabe del mar. El nacimiento del restaurante podría justificar el guion de una novela. “Todo se arregló en un juego de naipes”, cuenta Ariel. La esquina donde se ubica alojaba el viejo Hotel España, atendido por un inmigrante de apellido Morán. Una noche de invierno estaba jugando a las cartas contra el dueño del bar del pueblo, instalado desde el año 1903 a 300 metros del hotel. Las copas de ginebra ayudaron a subir el tono de las apuestas, la extrema crudeza del frío no dejaba otra chance que la de refugiarse en el bar, al lado de la salamandra de hierro de fundición, y seguir la partida.

“No tuvieron más dinero que apostar”, cuenta Giorgetti. Los hombres de mar y de la estepa, no suelen reconocer temores y fueron por más: “En una última partida, apostaron sus propiedades”, agrega. El uno, el hotel, y el dueño de casa, el bar. La suerte favoreció al español. El dueño del bar lo miró fijo. “Me tengo que llevar el bar”, cuentan que dijo Morán. “No aposté la tierra, pero podés llevarte todo lo demás”, reconoció el perdedor. Y se llevó el bar. En aquellos años, las construcciones eran casas desmontables de chapa y pinotena, que llegaban por mar desde Inglaterra y no tenían cimientos. El español tuvo una idea: usar los troncos de palma que sostenían los cables del telégrafo para hacer rodar la estructura del bar. Nota aquí.






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