Juan Luis Goenaga, el pintor ermitaño que enamoró a Woody Allen
Fallecido el pasado verano, fue uno de los grandes del arte vasco. Visitamos el caserío donde creaba días antes de la exposición en el Museo de Bellas Artes de Bilbao que rescata su figura.
Mezcla indescifrable del náufrago Crusoe, el ermitaño Saturio y el Thoreau del ascetismo en los bosques, el artista Juan Luis Goenaga (San Sebastián, 1950-Madrid, 2024) lo fue un poco todo, asceta, ermitaño y, quién sabe, puede que algo náufrago. La historia del arte es una cosa y su vertiente social y su divulgación otras muy distintas, y lo mismo puede decirse de las demás disciplinas relativas a eso tan acaramelado que algunos dan en llamar “los bienes del espíritu”, mejor sería decir los procesos creativos en artes y letras. Así que Goenaga, fallecido el pasado mes de agosto en Madrid —murió en martes y 13 a las 13.13, ya es ser genial—, aún se estará riendo del chiste: el chiste que consiste en que el común de los mortales le conociera gracias a una película de otro “marciano” como él (las comillas son de su hija), en concreto Woody Allen y su Rifkin’s Festival, estrenada en el festival de San Sebastián de 2020. Allen había creado el personaje de un pintor problemático, cabreado y vividor (Paco, encarnado por Sergi López) cuya mujer tontea con un viejo profesor de universidad americano durante el festival de San Sebastián. El cineasta quería penetrar con su cámara en aquel estudio caótico que había imaginado y pidió a su equipo opciones de artistas, de lugares y de obras. El director artístico de la película, el francés Alain Bainée, le propuso conocer la obra de Goenaga y al propio artista. Flechazo. “Quiero rodar allí”, concluyó el autor de Manhattan. Pero el “allí” planteaba un problema. El estudio-taller-guarida-vivienda de Juan Luis Goenaga estaba en un lugar tan improbable como el minúsculo y encantador pueblecito de Alkiza, en las faldas del monte Hernio, allá donde dobla la esquina de la Gipuzkoa más profunda. Y a la Gipuzkoa profunda no se llega por carreteras convencionales. Y menos al caserío Aritzategi-Barrena —Aitzeterdi para los amigos— donde habitaba el pintor anacoreta, el real, vamos, Goenaga. Los tráileres de rodaje no podían pasar por el camino estrecho y curvo que lleva allí, así que el estudio del pintor tuvo que ser reconstruido tal cual, con decenas de cuadros descomunales y centenares de libros de arte, en otro lugar cercano, más concretamente en la localidad de Aia. Allí fue donde se conocieron Allen y Goenaga, quienes, sin apenas palabras debieron de intuir que pertenecían a universos paralelos. “Un diálogo de besugos entre dos marcianos parecidos”: palabra de la actriz Bárbara Goenaga, hija del artista y testigo de aquel encuentro.
Hasta aquí, el capítulo 1 de esta historia. El capítulo 2 y definitivo, de mayor enjundia, tiene mucho más que ver con el mundo del arte en sí y con la propia vida y obra de Goenaga. El Museo de Bellas Artes de Bilbao abrirá sus puertas el día 22 a la exposición Juan Luis Goenaga. Alkiza, 1971-1976, enfocada en la obra temprana del artista. Un centenar de obras entre fotografías, cajas objetuales, grandes óleos, esmaltes, tintas y acuarelas, procedentes del fondo familiar y de diversos museos y colecciones particulares del País Vasco (el patrocinio lo pone Petronor) conforman el corpus de esta muestra que descubrirá o redescubrirá a neófitos y a seguidores el germen creativo de un artista inclasificable. La exposición, comisariada por Mikel Lertxundi, autor de la monumental monografía del pintor publicada por Editorial Nerea en 2018 y también comisario de la muestra dedicada al artista por la Sala Kubo Kutxa de San Sebastián en 2020, llega 46 años después de la que tuvo lugar en el propio Bellas Artes de Bilbao.
Se trata de una exploración en toda regla por el territorio Goenaga, o al menos primer territorio, que no es otro que Alkiza en sus diferentes declinaciones: los caseríos Otsamendi (adquirido por sus abuelos y donde se instala en 1969 con 19 años), Urruzola-Asti (adonde llega en 1983 y en el que convive con sus dos monos y casi a oscuras) y este de Aritzategi-Barrena o Aitzeterdi. En todos ellos desplegó este artista autodidacta y libertario un mundo creativo directamente inspirado en lo ancestral y lo telúrico, en lo mítico y lo geológico. Un artista en la montaña. No es el único: el joven Giotto era pastor de ovejas y en sus ratos libres dibujaba. Acabó convertido en uno de los mayores maestros de la historia del arte. Una historia en la que se suele hablar de “los primitivos” —flamencos, italianos, españoles, franceses…— por cuestiones de época, pero en la que también cabe hablar de los primitivos por motivos de inspiración y de militancia: primitivo es un Giotto del siglo XIII y primitivo es un Goenaga del XX, obsesionado por la prehistoria, la mitología, lo ancestral, lo atávico y el mundo de la magia y de las brujas, que haberlas haylas y en Euskadi se llamaban sorginak y lamiak. “Me siento un cazador rupestre cazando bisontes”, dijo en una ocasión. Nota aquí.
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