domingo, octubre 27, 2024

Rosa Montero

 Por no molestar

Estas mujeres de abnegación extrema van desapareciendo, pero sigue quedando un eco de esa patológica falta de autoestima.

Hay un tipo de mujer que llega a conmoverme hasta las lágrimas. Que es a la vez grandiosa y desastrosa. A la que admiro tanto como me desespera. Cada vez hay menos, y eso en realidad es bueno, pero aún quedan bastantes. Son fácilmente distinguibles, por ejemplo, en los pasos de cebra. Te detienes con el coche ante una señora mayor, de estas que andan con bamboleo marino y despacito, y al verte la mujer se lanza a una de esas carreras imposibles, a un penoso trote cochinero con el que apenas logra avanzar más rápido y que tan solo la pone en riesgo de caerse. Y a ti te dan ganas de salir del vehículo y agarrarla por los hombros, besar esa mejilla contraída por el esfuerzo y decirle: tranquila, no corras, no es necesario, estás en tu derecho de cruzar y no molestas.

Porque, por desgracia, eso es lo que sucede. Son mujeres con un sentido tan humilde de su propia realidad, de sus necesidades y derechos, que siempre creen que están molestando. No son en absoluto idiotas; si se sienten así, es porque el mundo se ha encargado de educarlas de forma machacona en esa postergación, en la posición zeta de la escala social. Todo en su entorno les ha dicho, desde siempre, que sus deseos y sus necesidades son las últimas. Ellas, generosas y estoicas hasta la heroicidad, han asumido ese no lugar del sacrificio sin resquemores ni reivindicaciones. Y desde ahí, desde el puesto más modesto de la realidad, han sido y son capaces de mover el mundo. Sin ellas, la vida hubiera sido más pobre y más difícil. Hacen maravillas. Son la sal de la Tierra.

Ya había hablado de ellas con anterioridad, pero hoy vuelvo al tema por algo que acaba de suceder. He tenido la suerte de tratar muy de cerca a una de estas mujeres maravillosas. Cuando la conocí, hace 45 años, ella tenía unos 50 y apenas sabía leer y escribir (por entonces aún quedaba mucho analfabetismo en España). De todos los hermanos, ella había sido la designada para cuidar a los padres hasta su muerte, destino habitual en estas mujeres que ella cumplió con abnegación y sin rechistar. No se casó, y que yo sepa jamás tuvo relaciones con ningún hombre. Tampoco se amargó por eso. A los 50 se puso a estudiar, y no solo se alfabetizó por completo, sino que además se sacó el graduado escolar. Provenía de un medio social muy pobre, de la España profunda, pero siempre tuvo una elegancia natural y un sentido estético innato y formidable. Hacía preciosas labores manuales y era capaz de improvisar con cuatro hierbajos hermosos ramos de flores dignos de un concurso de ikebana.

Esta mujer, vamos a llamarla C., tiene ahora 92 años, y, dentro de lo que cabe, sigue siendo la misma. Hace unas semanas se cayó y se rompió la cadera; la operaron, se recuperó bien y le dieron el alta. Iba a irse ya a su casa cuando intentó levantarse de la cama ella sola. Como es natural, volvió a caerse. Nueva rotura, nueva intervención quirúrgica. Y todo eso sucedió porque no quería molestar. Nota aquí.



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