lunes, enero 06, 2025
Ramón Serrano
LA PALABRA POEMA
Perla Rotzait
Murió Perla Rotzait, la poeta mística que se mantuvo en los márgenes de las vidrieras literarias
Nunca perteneció a ningún círculo, grupo o movimiento; era una solitaria, una outsider reticente a exhibirse en la hoguera de las vanidades poéticas donde se incendian tantos egos. Escribió y publicó más de una docena de libros. Fue amiga de Alejandra Pizarnik y Julio Cortázar.
La poeta mística que murió “plácidamente” a los 104 años, el pasado 29 de diciembre, tenía una filosofía de vida que no se la recomendaba a nadie. Perla Rotzait, que fue amiga de Alejandra Pizarnik y Julio Cortázar, estaba convencida de que no tenía que salir a buscar nada; que si los poemas que escribía y publicaba tenían algún valor, alguien lo sabría y descubriría sus libros. Nunca perteneció a ningún círculo, grupo o movimiento literario; era una solitaria, una outsider reticente a exhibirse en la hoguera de las vanidades poéticas donde se incendian tantos egos insoportables. Pero esta actitud de mantenerse silenciosa, en los márgenes de las vidrieras literarias, no era una pose “aristocrática”, sino que expresaba un arraigado pudor por mostrarse. Escribió y publicó más de una docena de libros con una poesía “casi mistagógica”, como la definió Raúl H. Castagnino, porque necesitaba que sus lectoras y lectores se dieran cuenta de que ella existía.
Perla admitía que convivía muy bien con el misterio, que no era de esa estirpe de personas que busca racionalizar todo. Había nacido un 8 de octubre de 1920 y se recibió de abogada en 1954. A los abogados no les decía que era poeta --creía que la mayoría no hubiera entendido nada de lo que escribía--, y a los poetas no les decía que ejercía la abogacía. Siempre recordaba una de sus primeras audiencias en Tribunales. Tenía plena conciencia de que iba a poder ganarle al contrincante porque leía literatura. Sabía que el poder de la palabra y del ingenio, que venían de la literatura, no estaban en el Código Civil. La joven abogada era bastante tímida y no le mostraba a nadie sus poemas. En el hogar que compartió junto a su esposo, el arquitecto polaco Enrique Rotzait (1915-2006), organizó tertulias literarias en las que participaron María Teresa de León, Aurora Bernárdez, Julio Cortázar, Olga Orozco, Rafael Alberti, Alberto Girri, María Granata, Ernesto Schoo, Italo Calvino, Miguel Ángel Asturias, Alejandra Pizarnik y Arnaldo Orfila Reynal, entre otros.
Cuando visitaba la casa de Rafael Alberti, se ponía en un rincón para escuchar a los demás y observar lo que hacían. En una ocasión alguien empezó a hablar mal de Albert Camus. La indignación que le agarró acentuó tanto su belleza distinguida como su oratoria. Empezó a defender a Camus; no la paraba nadie. Alberti tomó registro de ese entusiasmo y en otra visita le preguntó si escribía. Ella le confirmó que sí y le llevó su primer poemario, Cuando las sombras, que salió en 1962 porque el poeta español le pidió a Losada que lo publicara. Después fueron llegando El temerario (1965), La postergación (1966), Premio Nacional de las Artes; El otro río (1970), finalista del concurso Sudamericana; La seducción (1975), Quieras que no (1975), Es un largo camino (1991), que incluye un poema a Goya que ganó por unanimidad el primer premio otorgado por la Oficina Cultural de España; Puertas que se abren (1996), Tu cabello de ceniza Sulamita (1996), Dos poemas inexorables, largos y con argumento (2001), Todo se ha dicho (2002), Alguien leía mis poemas (2002), El cuerpo (2006) y Ella ríe sin embargo (2009), su obra reunida que incluyó los poemarios inéditos Y tendrá tus ojos y Siete veces cero/Siete veces noche. Nota aquí.
domingo, enero 05, 2025
Gran Café Gardel
Cafetines de Buenos Aires: la noche inolvidable de 1978 en la que adolescentes del conurbano terminaron en las mesas del Gardel
En la esquina de Entre Ríos e Independencia, donde funcionó el Mercado de San Cristóbal, está el bar que lleva el nombre del símbolo indiscutido del tango. El lugar es el punto de contacto de cuatro barrios porteños.
Llevo dos décadas viviendo en la ciudad. Un tercio de mi existencia. Los otros dos se repartieron en diferentes domicilios entre Banfield y Adrogué. Sin embargo, me siento de Buenos Aires desde siempre. Los años en el Conurbano Sur son tan lejanos como ajenos. Como si le hubiesen ocurrido a otra persona. Durante otra vida.
Mis innumerables ingresos a la Capital comienzan su conteo desde muy niño. Novelescos viajes en el tren Roca con mi madre. Luego las salidas fueron con compañeros de colegio a los cines de Lavalle. Y, aún de mocoso, programas nocturnos a recitales de rock al cuidado de mis hermanos mayores.
Hubo una vez que la registro como la fundacional. Me refiero a que la experiencia la compartí siendo adulto —o casi— entre pares etarios. Ocurrió luego de la Cena de Egresados de bachilleres. La comida de gala sucedió en Banfield, en la propia sede del colegio. Cumplidos con la cena, baile y despedidas de rigor, nos organizamos con mis compañeros para seguirla en otro lado. Esa noche debía finalizar después del amanecer. Yo tenía diecisiete años. Terminé la secundaria con esa edad. Pero por esas cosas de los distintos semestres algunos ya eran mayores de edad y tenían otorgado su registro para conducir. El destino elegido fue la Capital. Ningún boliche de Banfield nos garantizaba una estancia ilimitada.
Es notable como después de compartir doce años juntos, desde primer grado hasta quinto año, con todo lo que ese tiempo representa para cualquiera, sea esta salida la que se me haya grabado a fuego. ¿Acaso fueron los hechos ocurridos en la Caravana al Centro? No. Justamente, recuerdo muy poco de la farra. Quiero decir, no sé a qué auto me subí. Mucho menos quién era el conductor. Ni qué pasó durante esas largas horas, cómo volvimos o cuándo. El único dato que quedó en mi memoria fue el lugar dónde terminamos. Esa interminable jornada de 1978 la cerramos en el Gran Café Gardel, en la esquina en la que se cruzan las avenidas Entre Ríos e Independencia. Nota aquí.
Rodolfo Serrano
Antonio Resines
“He hecho dos o tres grandes papeles, muchos medianitos y alguna cagada”
El actor, 70 años de vida y 45 de profesión, estrena ‘Mikaela’, de Daniel Calparsoro, donde interpreta a un resabiado policía a punto de jubilarse enfrentado de chiripa a la misión de su vida.
Sucede con Resines lo que con esas celebridades a las que has visto madurar, y envejecer, contigo al otro lado de la escena: te parece conocerlo de toda la vida, aunque solo lo hayas visto tres veces en tres sitios. En un gesto insólito en tiempos de maratones de entrevistas contrarreloj en hoteles, el actor cita en su casa. Un pisazo en un señorial edificio con vistas al Retiro, colonizado por toda la quincallería imaginable de Tintin y Milú, de los que es fan fatal, y presidido por una tele tamaño estadio, regalo de boda de su enlace, en 2021, con Ana Pérez-Lorente, su compañera de los últimos 30 años. El busto del Goya por su papel en La buena estrella y el diploma acreditativo de su condición de cónsul honorario de Sildavia, el reino imaginario de su adorado personaje de cómic, compiten por el mejor lugar de su egoteca particular en el salón de su guarida. Aunque, el día que nos vimos, tenía prisa para coger el tren que le llevaría a pasar las Navidades en su casa de Comillas, Cantabria, no ahorró ni tiempo ni palabras. Empezamos hablando de la reciente muerte de Marisa Paredes, con la que coincidió en el rodaje de Ópera prima, y con la que compartió, en diferentes épocas, su condición de presidentes de la Academia de Cine. Pero su torrencial conversación nos llevó por insospechados vericuetos. Esto es solo un apretado resumen.
He visto en Wikipedia que se llama usted Antonio Cayetano Francisco de Sales Fernández Resines. Qué calladito se lo tenía.
No sé quién ha sido el nota que lo ha puesto, porque en mi DNI solo pone Antonio. Pero, sí, así me llamo. Antonio por Antonio, Cayetano por el santo del día que nací y Francisco de Sales porque, entonces, las familias muy católicas, y la mía lo era, nos ponían bajo la advocación de un santo. Lo llevo fenomenal, oye. En eso, aplico lo que me contó una vez Alfonso Ussía que le decía a sus hijos: “Hijos míos: naturalidad ante el marisco”, que puede parecer muy pijo, pero que es una actitud que vale para todo. Pase lo que pase, bueno o malo, se hace como que todo es normal y uno controla.
También he leído que define lo suyo como “hacer el tonto”. ¿Lleva 45 años haciéndolo?
Bueno, cuando empecé a rodar, con Ópera prima, hace 45 años justo ahora, yo, realmente, hacía el tonto, en el buen sentido. A mí no se me ocurría decir que yo era actor: yo salía, decía la frase que me había escrito otro y a la gente le hacía gracia. Eso, que no es muy complicado, cuando sigues, se empieza a complicar. Pero, vamos, que tampoco es tan difícil hacer lo que yo hago. Nota aquí.
Félix Maraña
País de campechanías
Gabriel Celaya
MOMENTOS FELICES
sábado, enero 04, 2025
Bar London City
Cafetines de Buenos Aires: la planificación de un viaje a visitar los mapuches realizada en las mesas de la tradicional London City
En la esquina de Avenida de Mayo y Perú, desde donde se puede ver la Casa Rosada, funciona desde 1954, un bar con mucha historia. Estuvo cerrado en 2013 pero revivió y mantiene la esencia de la zona.
El 2010 me encontró trabajando para el Gobierno de la Ciudad. Llevaba dos años en la función. Tenía un contrato de servicios anual con la Jefatura de Gabinete. El programa de gobierno se llamaba Pasión por Buenos Aires. Imposible mejor destino. Sin más. Ese año, el del Bicentenario, fue agotador. Con un calendario nutrido de actividades de enero a diciembre. Toda la planificación estuvo orientada a la celebración de los doscientos años de la Revolución de Mayo. Mi lugar de trabajo estaba en el Palacio Municipal, Bolívar 1. Pegado al Ministerio de Cultura. Las oficinas de ambos edificios eran un hervidero de reuniones donde se presentaban todo tipo de proyectos, se discutían prioridades y se analizaban presupuestos. No teníamos tiempo ni sobraba energía que nos desviara del foco de la gesta de 1810. Por eso cuando Rochi, una compañera de trabajo, se acercó a mi escritorio y me dijo: “¿Cómo estás para el próximo fin de semana largo? Me salió un trabajo hermoso y te necesito, nos vamos a Aluminé”, me desorientó y dejó sin respuesta. Rochi era planta permanente en la Ciudad. La conocí en profundidad mientras gestionamos juntos distintos proyectos. Entre tantas charlas mantenidas en los tiempos muertos —como le gustaba decir— de los eventos, me di cuenta que venía de otro palo. Digo, político. Y terminamos siendo grandes compinches.
Obviamente la propuesta era un chino incomprensible. ¿Cómo podíamos pensar en la comunidad de Aluminé cuando la todopoderosa Buenos Aires nos demandaba, ese año, cada minuto de nuestras vidas? Muchos menos disponer de tiempo para viajar cientos de kilómetros rumbo al sur durante un fin de semana extendido cuando, como era de suponer, se amontonaban la mayoría de los eventos para cubrir la demanda de la gente del interior que venía a la Capital a participar de la Gran Fiesta. Pero una de las tareas de Rochi era gestionar la dotación de recursos y, para poder contar conmigo, supo liberarme de compromisos para el feriado largo.
“¿Aluminé? ¿Neuquén? ¿Cómo se te ocurre irnos a la Patagonia en plena euforia porteña?” le pregunté a mi compañera de trabajo nacional y popular camino a la primera de las reuniones donde expuso su plan. “¿Todavía no te diste cuenta que no me asignan muchas tareas?” me preguntó de manera retórica. “No podría hacerlo en otro momento. Es ahora. En los tiempos muertos del peronismo”, agregó. Nota aquí.
Miguel Ventura
Miguel Ventura, cocinero y poeta: “Compré antes un libro de poemas que una espumadera”
El hostelero, que regenta hace 20 años el restaurante Badila, en el barrio madrileño de Lavapiés, recoge sus composiciones literarias en ‘Pétalo para construir lo inmenso’
Hoy está preparando cocido madrileño, chipirones en su tinta, judías verdes salteadas con anchoa y mantequilla, lasaña y paté caseros, carrillada estofada con vino tinto, emperador fresco con pesto piamontés de perejil e incluso algunos platos más. Por las mañanas, Miguel Ventura (Madrid, 52 años) va al mercado y luego cocina en su restaurante, Badila, una casa de comidas que montó en el madrileño barrio de Lavapiés hace 20 años, después de pasar por una editorial jurídica donde aprovechó su carrera de Derecho. No le desagradaba, pero no era lo suyo. Ahora por su local se deja caer el vecindario, las gentes de la cultura, algún turista. Manteles de papel, menú del día, precio asequible, pero bueno y casero.
Ventura cocinó en casa desde los 16 años: en su familia, con la que se crio muy cerca de donde ahora trabaja, abundan los hosteleros. El mismo cuidado pone en la poesía, su otra pasión, disciplina en la que se inició deslumbrado por Arthur Rimbaud y en la que ha publicado Pétalo para construir lo inmenso (Cuadernos del laberinto). Al final de esta entrevista le preguntamos lo obvio: si hay poesía en la cocina. Pero antes prefiere el tema de los fogones. “Siempre fui muy cocinillas”, dice, “y me gusta mucho hablar de comida”.
Pregunta. ¿Por qué eligió el modelo de menú del día?
Respuesta. Porque es la cocina que a mí me gusta. Es lo que espero encontrar cuando voy a comer por ahí: un sitio en el que se coma razonablemente bien y que esté ligado a la cocina de casa, aunque puntualmente me guste comer algo más exótico. Y que sea asequible: lo prefiero al sector del lujo o al del tapeo más barato.
P. ¿Está desapareciendo la comida tradicional en el centro de las ciudades? Al menos en Madrid nadie sale a cenar comida de toda la vida, sino cocina internacional.
R. La comida tradicional, la cuchara, hay que asociarla sobre todo al mediodía. Por eso nosotros dejamos de servir cenas. Un cocido de noche… Ahora se asocia el ocio nocturno a la gastronomía con platos exóticos, de fusión, orientales, con cócteles, y música… Es el modelo actual: los restaurantes se convierten en discotecas y las discotecas en restaurantes. Y luego está el street food…
P. ¿Eso es todo?
R. También está la nostalgia del campo. Por un lado, la gente se concentra en las ciudades, pero por otro hay quien se deslocaliza. En la cocina es lo mismo: coexisten la exacerbación de lo moderno y también un retorno a lo local. Hay gente que echa de menos la comida de la abuela, el filete de hígado. Nota aquí.
Carlos Edmundo de Ory
España mística
Ramón Serrano
SUEÑO DE NOCHEVIEJA
Eduardo Blanco
Eduardo Blanco, el rey del “macanudismo”, vuelve al teatro: “Mientras hay vida, siempre hay una oportunidad”
Después del éxito de Parque Lezama, regresa a las tablas; en esta charla con LA NACIÓN, el actor repasa su carrera y comparte un par de lecciones.
Fue una noche de julio de 2015, en la que River salió campeón de la Copa Libertadores. En pleno festejo callejero, un auto con hinchas se llevó puesto a Rogelio Mouro, un gallego de temple invencible que dirigía el bar Varela Varelita, en la esquina de Scalabrini Ortiz y Paraguay. Rogelio nunca se recuperó de sus heridas y murió un tiempo después. ¿Pero qué tiene que ver ese hombre con el actor Eduardo Blanco, que en este preciso momento se toma un cortado en una mesa de ese bar? Hace más de 40 años, Rogelio le servía café a Blanco, a Juan José Campanella y a Fernando Castets, que por entonces pergeñaban un insólito largometraje en Super 8 (se llamó Victoria 392). El tiempo parece haberse congelado en el Varela Varelita, que a propósito conserva su estampa de tugurio encantador, en pleno barrio de Palermo. Lo que también sigue intacto es el entusiasmo contagioso de Blanco, que vino a este bar para hablar con LA NACIÓN de su nueva obra de teatro y -nunca viene mal- un poco también de la vida.
Hubo un tiempo en que el Varela Varelita fue la oficina del vicepresidente Carlos Chacho Álvarez, quien, en pleno estallido de 2001, se tuvo que esconder en el sótano cuando una muchedumbre enfurecida llegó para reclamar su cabeza. Desde entonces (y desde mucho antes) han pasado por ese café artistas de todos los rubros, desde el escritor César Aira hasta la cineasta Celina Murga, el director Luis Ortega o el actor Martín Piroyansky, solo por citar algunos.
El que no venía hace mucho a este bar es Blanco, aunque todo su ser parece integrado al paisaje. Es algo que transmite a la primera: un tipo de barrio, bien entrador, el amigo que todos quisieran tener para contarle un secreto o compartir una borrachera de cosacos. A este hombre le compraríamos un fitito con los ojos cerrados, sin siquiera molestarnos en abrir el capot.
De mirada bonachona, risa siempre a mano y un acelere de cero a cien que parece su marca personal, Blanco es uno de los grandes actores argentinos de nuestro tiempo, que en la última década brilló en la obra Parque Lezama -junto a Luis Brandoni-, a esta altura un clásico del teatro argento. Nota aquí.
Félix Maraña
El tamaño
viernes, enero 03, 2025
Antonio Vega
El ‘duende’ flamenco de Antonio Vega
La querencia poco conocida del músico por el arte jondo en una época dominada por el pop dejó rastro en su discografía y en sus colaboraciones con los Carmona, los Flores o Raimundo Amador.
La historia de Antonio Vega —exacerbada hasta adquirir carácter de leyenda— es la que va del furor a la agonía de vivir y vuelta a empezar. Tal vez por eso grabó Ay pena, penita, pena, una canción que igual acompaña en la muerte de un amor, en la aflicción de los que viven presos en la cárcel, en la amargura de los durísimos años de la posguerra española o en la desesperación de levantarse sin saber muy bien qué hacer en cualquier mañana de cualquier década desde 1951 en adelante, desde el año en el que Luisa Ortega, hija de Manolo Caracol, grabó esta copla de Quintero, León y Quiroga.
Popularizada poco después por Lola Flores, Ay pena, penita, pena habla de pesares, de lunas y noches, del mar, de venas y arenas, temas de interés recurrente en el cancionero de Vega. Cumplidos ya 15 años del fallecimiento del cantante de Nacha Pop, uno de los mejores compositores españoles con permiso de Serrat y Sabina, se sabe que fue un hombre de mil caras, vulnerable y acerado a la vez, eterno estudiante de arquitectura y astronomía, aprendiz de construcción de maquetas de trenes, joven montañero y autor de algunas obras maestras en forma de canción.
Pero se conoce menos su querencia por lo flamenco, etiqueta audazmente heterogénea que agrupa un tipo de música española que va de la copla al cante clásico, en reinvención constantes por sus mestizajes con la salsa, la rumba, el blues, el pop o el rock. “Antonio fue importante para lo flamenco, para abrir los oídos a otros. En los años ochenta y noventa lo relacionado con ese tipo de música se despreciaba. Fue el único músico de la Movida, junto con Santiago Auserón, que se interesó abiertamente por él”, explica José Manuel Gamboa, experto en flamenco, autor de libros como ¡En er mundo! De cómo Nueva York le mangó a París la idea moderna de flamenco (Athenaica Ediciones).
“Sí, tenía conocimiento como seguidor. Le tenía un gran respeto al flamenco, siendo consciente de que no era su ámbito”, detalla Jordi Tormo, editor de la revista cultural de difusión gitana alicantina Arakerando (que llegó a los 100 números y dejó de publicarse hace una década), y autor de La influencia de lo gitano y lo no gitano en la música española, un artículo de investigación publicado en la Universidad de Alicante en 2009.
Como un juego, repasando su discografía se van descubriendo pistas. Por ejemplo, versionó La Tarara, un clásico medieval recuperado por Federico García Lorca y popularizado por Camarón de la Isla en La leyenda del tiempo. Y también grabó Me quedo contigo, el superéxito de Los Chunguitos, cuando en los ambientes cool ese era un tipo de música que se veía con malos ojos. Nota aquí.