Cafetines de Buenos Aires: la esquina que vio pasar el último siglo sin cambiar su identidad y tuvo de vecino al ilustre Discepolín
Ubicado en el cruce de Callao y Lavalle, el Bar Los galgos abrió sus puertas en 1930 y hoy, casi cien años después, en manos de personas jóvenes y dedicadas, es uno de los sitios que mejor ha envejecido.
Gabyn, mi compañera, siempre repite la misma frase cada vez que doy una opinión favorable de un edificio, construcción o monumento. Dice: “Sí, pero hay que ver cómo envejece”. Ella es arquitecta, proyecta el paso del tiempo y sus consecuencias sobre mi juicio que solo expresa las sensaciones vividas en tiempo presente. Claro que los cafés no están exentos de su valoración profesional. Lo traigo a relación porque hoy vengo a contar uno de los cafetines de Buenos Aires que mejor ha envejecido y representa el paso de la historia del último siglo en la ciudad. Es el Bar Los Galgos.
Los Galgos está ubicado en el cruce de la avenida Callao y Lavalle. ¿Qué pormenor significativo puede contarse de la esquina? Desde 1857 por la calle Lavalle subía el tendido del primer ferrocarril que corrió en el territorio de la Argentina. La línea pertenecía al Ferrocarril del Oeste del Estado de Buenos Aires, territorio independiente y separado de la Confederación Argentina —presidida por Justo José de Urquiza— desde 1852 luego de que las fuerzas del General entrerriano vencedor de la batalla de Caseros fueran expulsadas por los porteños en la Revolución del 11 de septiembre de ese año. La locomotora se llamó: La Porteña. Y sí. Partía desde la Estación del Parque, situada en el solar que hoy ocupa el Teatro Colón y avanzaba por Lavalle hasta el cruce con Callao donde serpenteaba para alcanzar la calle Corrientes. Ese codo que rompía con el trazado en forma de cuadrícula fue llamado Pasaje Rauch hasta 2005 cuando la legislatura de la ciudad le cambió el nombre por el de Enrique Santos Discépolo.
La Estación del Parque funcionó hasta 1883 cuando la terminal se corrió a la actual Once porque la ciudad crecía y había que desobstaculizar el centro. Para entonces, Callao se presentaba como una avenida elegante, con boulevard parisino, donde se construían residencias aristocráticas y edificios monumentales. El que alberga al Bar Los Galgos, por caso, supo ser la vivienda familiar de los Lezama, la misma del parque entre San Telmo, Barracas y La Boca y los terrenos que dan nombre al municipio bonaerense.
Luego la Casa Lezama tuvo distintos usos. La alquiló la empresa Singer y en su planta baja también funcionó una farmacia. En 1930, un asturiano, amante de las carreras de galgos, lo convirtió en almacén-bar con despacho de bebidas. Ya he contado en anteriores relatos lo particular de ese año. En el mismo período abrieron en la cercanía de Los Galgos, el Bar La Academia, La Giralda y el Bar Almacén Lavalle. Todos, aún hoy, vivitos y cafeteando. Vale recordar que en 1930 la crisis económica mundial, provocada por el crack financiero de la Bolsa de Nueva York, se llevó puesta la presidencia de Hipólito Yrigoyen. Un día antes de ese primer Golpe de Estado, Carlos Gardel grabó el tango Yira Yira con letra y música de Enrique Santos Discépolo. Siempre Discépolo. La esquina de Callao y Lavalle. El Bar Los Galgos. ¿Por qué hago foco en estos hechos? Por varias razones. En primer lugar, por lo que señala el historiador y ensayista Sergio Pujol en su libro Discépolo, una biografía argentina: “Después de 1930, la sociedad argentina se fue sintiendo cada vez más discepoliana, y Enrique fue celebrado como el gran hermeneuta del espíritu argentino. Sus tangos se convirtieron así en el amargo oráculo de un país que tenía conciencia de sus límites y frustraciones”.
Y en segundo lugar, porque hacia el final de su vida Discepolín se mudó junto a su esposa, la cantante Tania, a un departamento en Callao 765. A escasa cuadra y media de Los Galgos. Casi en simultáneo, el bar pasó a manos de la familia Ramos. Corría 1948. En ese año Discépolo escribió la letra de Cafetín de Buenos Aires, nuestro himno cafetero. Y debió pasar a diario por la puerta del bar de los Ramos rumbo a la sede de SADAIC en Lavalle 1547. Quiero pensar que habrá recordado su niñez de “ñata contra el vidrio”, y canturreado las amistades de “José, el de la quimera… Marcial, que aún cree y espera… y el flaco Abel que se nos fue pero aún me guía”. Coincidencias. Sincronicidad. Elijo creer. Nota aquí.






























