jueves, diciembre 04, 2025
Joaquín Sabina
Un mundo sin Joaquín Sabina, a los ojos de un periodista fanático de su obra
El cantautor español dio su último concierto. Y aunque asegura que seguirá haciendo canciones, ya no habrá posibilidades de volver a verlo sobre un escenario.
Que deja y qué faltará en el futuro.
Un día pasó. Una noche nos fuimos a dormir, no importa en qué parte del planeta, y cuando despertamos, habitábamos un mundo en el que a Joaquín Sabina, después de medio siglo, ya no lo esperaría ningún escenario más. Nunca más.
Cuando el domingo 30 de noviembre de 2025, en el Movistar Arena de Madrid, la impecable banda de Joaquín Sabina llenó el aire con la nota final de Yo me bajo en Atocha, poniendo fin a la gira “Hola y Adiós”, con la que el genio de Úbeda reunió a más de 700 mil espectadores en más de 70 conciertos en todo el mundo, la atmosfera quedó abrazando el “hueco de una ausencia”, que sus seguidores no podremos llenar en los días que nos queden.
Fueron casi una veintena de discos es una carrera que comenzó en el siglo XX y finalizó en este siglo XXI. En los que su voz ronca y su poesía infinita fueron banda sonora de la vida de millones de personas.
De este y del otro lado del océano, el universo Sabinero con sus personajes, reales, luminosos y taciturnos, acompañó a varias generaciones a mirar el mundo desde un lugar en donde “con premeditación y alevosía” se declaraba como un principio irrenunciable que “de nada sirve vivir 100 años” si “el escenario no te pinta las canas”, y vaya que lo hizo.
Sus ojos. Su subjetividad. Su forma de ver el mundo, fue un puente entre Madrid y Buenos Aires. Entre la más alta literatura y los más peligrosos arrabales. Fue bandera de amistad, amor y melancolía. Hizo del desamor un destino hasta deseable “porque amores que matan nunca mueren” e hizo del recuerdo un camino y de la fantasía un destino.
Recuerdos en primera persona
Descubrí a Joaquín ya cerrando la adolescencia, cuando todavía “nadie podía robarme el mes de abril”. Lo descubrí en una casa donde Joan Manuel Serrat era amo y señor. Donde había libros de Gabriel García Márquez y Dalmiro Sáenz. Donde nos despertábamos con canciones de María Elena Walsh en la radio, mientras soñábamos con lluvias ruidosas en las persianas plásticas, para faltar a la escuela. Donde las crisis económicas se licuaban al calor de una familia repleta de amor. Donde Fito Páez empezaba a ser la novedad y donde Charly García completaba todos los huecos. Ahí apareció Sabina, entre el niño que no terminaba de irse y el adulto que uno nunca quiere llegar a ser.
En sus letras descubrí dos mundos, en los que habitaba desde siempre, como si fueran líneas paralelas, pero que, en esas poesías, estaba la imposible intercepción de ellos.
Antes que nada, en Joaquín estaban mis viejos. Estaba la nostalgia incurable de papá y las alas infinitas de mamá. La bohemia de uno y los libros de la otra. La inocencia y el pecado. La resaca y el olvido. Todo habitaba en él, de una forma descarnada y armoniosa. Tan honesta, que hizo que cuando lo encontrara, en un CD de Física y Química, no lo pudiera dejar nunca más.
Los años pasaron. Y aunque fui y volví de su obra, nunca dejé de conmoverme con sus declarativas más sinceras. Con sus culpas más profundas y con sus vuelos más terrenales. Nunca dejé de sentirme un “pez de ciudad en una playa sin mar”.
Los días que vendrán
"¡Maldigo del alto Cielo, que nos expropio su canto!", le escribió alguna vez a Violeta Parra y hoy podemos decir lo mismo sobre él. Sobre el tiempo que inexorablemente gana su batalla y obliga a este cantautor de 76 años al retiro de los grandes escenarios. “No soy yo, ni tú ni nadie, son los dedos miserables que le dan cuerda a mi reloj”.
Por suerte seguirá haciendo música, seguirá componiendo y creando. Y algunos compartirán sobremesas con él entre guitarras y anécdotas, pero ya no más su bombín arriba del escenario como símbolo de aquellos conciertos inolvidables.
Acá nos queda un mundo un poco más gris, menos irónico y definitivamente más chato. En el que los días pasaran “como pasan las cosas que no tienen mucho sentido”, hasta que alguien desde algún listado de YouTube recuerde esos años de Mentiras piadosas.
Un mundo sin Sabina en un escenario, será un mundo más de likes que de gustos, más de poses que de bailes, más de visualizaciones que de miradas, más de viralizaciones que de Cronopios.
Un mundo sin un nuevo concierto de Sabina, sin un último cuento de Fontanarrosa, sin una gambeta más de Diego, sin un inesperado desorden de Piazzola. Será un mundo al que tendremos que volver hacer valer la pena.
No será fácil, porque dejaron la vara demasiado lejos de las ultimas nubes que podremos ver. Quizá sea el precio que pagamos por haber ocupado el mismo aquí y ahora que ellos. Puede ser, no me parece un precio tan alto intentarlo, con tan de haberlos disfrutado.
Por eso, ahora que ya no más. Ahora que “este adiós no maquilla un hasta luego”, ahora que “al lugar donde fuiste feliz ya no podrás volver”, ahora que “al punto final de los finales no le siguen dos puntos suspensivos”, te diremos, para siempre, gracias Maestro. Gracias por hacer que ser cobarde no valga la pena, por más que ser valiente siga saliendo tan caro. Nos diremos adiós, ojalá que volvamos a vernos. Ojalá. Nota aquí.
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Florida Garden
Cafetines de Buenos Aires: el origen de un sitio que fue vanguardia y rompió con lo establecido en medio de un entorno conservador
El Florida Garden abrió en 1962 en la esquina de Florida y Paraguay. Los hitos y personalidades que pasaron por la calle a la que rinde homenaje, el por qué de su nombre y los interrogantes sin respuesta sobre qué arquitectos plantearon su diseño disruptivo e innovador.
El Florida Garden es un café irreverente, singular, un quiebre con lo establecido, vanguardista, con una escalera curva e imponente que baja por el centro del salón, dos plantas, barra de tragos, barra para cafés al paso y está revestido en cobre. Abrió en 1962 en la esquina de Florida y Paraguay.
La calle Florida primero se llamó del Correo. La actual denominación le fue puesta por el Directorio en 1814 en homenaje al triunfo patriota obtenido en la batalla de La Florida, en el Alto Perú, hoy Bolivia. Desde siempre fue la senda elegida por los pobladores de la vieja aldea para caminar desde el centro hacia las barrancas donde funcionaba la Plaza de Toros, actual Plaza San Martín. Florida es nuestro escaparate mayor. Donde se expone a cara descubierta nuestro devenir histórico. Fue el recorrido social elegido por los porteños por sobre el plan urbano que concibió a la Avenida de Mayo como proyección de una ciudad que se pensaba europea.
Por su eje desfilaron las fuerzas de Urquiza luego de derrotar a Rosas en Caseros en 1852. También las tropas del General Bartolomé Mitre, recién llegadas del Paraguay, vencedoras de la Guerra de la Triple Alianza en 1870. Entre ese año y 1880 fue elegida por familias de la élite para construir sus mansiones. Senillosa, Somellera, Pellegrini, Torcuato de Alvear tuvieron sus domicilios en la calle Florida. Presidentes como Mitre, Roca y Uriburu la caminaban a diario.
Hacia 1900 el tramo entre Rivadavia y Corrientes simbolizaba el Salón Social de Buenos Aires. Allí funcionaban el Sportsman, la Confitería del Águila, la Rotisserie Charpentier. Sirvió también como sede de instituciones sociales: la Sociedad Rural, el Jockey Club, el Círculo Naval y Militar y el Club de Gimnasia y Esgrima. Las menciones pueden resultar interminables: la casa de Mariquita Sánchez de Thompson, las reuniones del Grupo Florida en la Confitería Richmond, las caminatas de Jorge Luis Borges, las tiendas Bon Marché —actuales Galerías Pacífico—, Harrods, el Plaza Hotel, el Kavanagh, etcétera.
Dentro de los diferentes territorios que se observan a simple vista a lo largo de la calle Florida, el Florida Garden se ubica en el segmento que representó a lo establecido, pero que luego fue ruptura y transgresión. Ahí reside, para mí, su mayor valor. Se convirtió en un referente de la innovación dentro de un entorno que fue conservador.
¿Pero entonces fue idea de los accionistas abrir un café con esas características en ese rincón de Retiro? ¿Quién fue el arquitecto proyectista? ¿Por qué le pusieron Florida Garden?
En la semana fui por las respuestas. Llegué al café a media mañana de un día feriado. Pensé que encontraría a Javier Fernández, uno de sus dueños, más tranquilo y disponible para una charla. Me costó encontrar una mesa libre. El Florida Garden no sabe de calendario. Siempre trabaja a tope.
Javier es hijo de Jobino Fernández, un asturiano arribado a Buenos Aires en 1953 para emplearse en gastronomía. Jobino empezó como lavacopas en un boliche de la calle Medrano. Su primer sueldo le representó lo mismo que hubiera ganado durante un año en España. Así eran las cosas. Jobino Fernández llegó a ser gerente de El Reloj, la confitería de Lavalle y Maipú. Luego formó parte del primer grupo de accionistas del Florida Garden. Me cuenta Javier que muchas de las sociedades que se crearon para administrar bares y cafés las armaban martilleros que interesaban a distintos socios que podían conocerse entre sí de anteriores gestiones como no. Por ejemplo, en el Florida Garden, entre otras, participó la familia Fernández como también los Banchero de La Boca. Algunos ingresaban al negocio aportando capital mientras que otros lo hacían con trabajo.
Hoy Javier tiene 57 años. Este hijo de Jobino y Ángela, una gallega de Lugo, entró como socio y gerente administrativo del Florida Garden en 1995. Con treinta años al frente del café ha visto pasar varios siglos de historia por sus ventanales. Digo bien. Ya saben ustedes lo que representa en tiempo un año calendario en esta ciudad y en el país. Afirma Javier, sin poder constatar el dato con documentos, que el Florida Garden fue el primer local todo vidriado de la ciudad. Y no hay por qué ponerlo en duda. Recuerden, el café abrió a principios de los sesenta. Pero, además, como para avalar la idea de lo provocador del proyecto, señala que el techo de la barra está a doble altura. Es decir que le resta la intimidad habitual de esos espacios. Y que, además, el piso superior no mira hacia la calle sino que balconea hacia el interior. Le pregunto a Javier si, entre las mencionadas transgresiones, fueron sus padres, los Banchero o algunos otros socios, los que decidieron ponerle Florida Garden al negocio. “Habrá sido una decisión conjunta”, me dice. Lo cierto es que existían motivos. Nota aquí.
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Rodolfo Serrano
Una mujer sola en un bar
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Manuel Vicent
Felices, modernos, airados y destruidos
La especialidad de Andy Warhol parecía ser destruir todo lo que crecía a su sombra
Hacia el año 1975 el metro de Nueva York discurría cubierto de grafitis que eran como gritos airados contra el poder, el consumo y el orden establecido. Andy Warhol decía: “En América los millonarios compran esencialmente las mismas cosas que los pobres. Ningún dinero del mundo puede hacer que encuentres una coca-cola mejor que la que está bebiéndose el mendigo en la esquina. Todas las coca-colas son la misma y todas son buenas. Liz Taylor lo sabe, el presidente lo sabe, el mendigo lo sabe y tú lo sabes”.
Aquellos garabatos esquizofrénicos de los vagones del metro contra esta bebida los ejecutaba entre otros un ser misterioso que se hacía llamar SAMO, el acrónimo formado por las palabras same old shit, que significa “la misma mierda de siempre”. Los pasajeros del metro estaban lejos de imaginar que viajaban rodeados de obras de arte, que con el tiempo habrían alcanzado precios desorbitados en las salas de subastas si los vagones no hubieran sido lavados con detergente por orden de la autoridad municipal. Ahora el metro discurría impoluto, pero uno de los que realizaban aquellos garabatos contra el consumo se había convertido en un artista famoso. Era aquel jovenzuelo que hacia el año 1975, en una acera del Greenwich Village de Nueva York, se dedicaba a pintar camisetas en público para venderlas a los turistas. Cuando Andy Warhol pasaba por allí, a veces le compraba una por 10 dólares y cambiaba con el chaval algunas palabras. A simple vista era un golfo de la calle, uno de tantos chicos negros desarraigados que vivían en casas abandonadas. Un día, Warhol vio aquella esquina vacía.
Años después, un lunes de octubre de 1982, Warhol había quedado a comer en un restaurante vegetariano del Soho con el famoso galerista suizo Bruno Bischofberger, y este acudió a la cita acompañado por aquel chaval de las camisetas pintadas, que respondía al nombre de Jean-Michel Basquiat. Ahora vivía en un lujoso loft en Christie Street. El marchante suizo lo había descubierto como pintor, lo había rescatado de la calle y sus cuadros comenzaban a venderse a precios cada vez más inalcanzables en las mejores galerías. Por supuesto, Warhol lo incorporó a su lista de enamorados.
A partir de ese día, Basquiat entró a formar parte de la tropa enloquecida de La Factoría, donde se valoraba el talento innovador, el descaro extravagante, a cualquiera que fuera el primero en hacer algo, y se inventó la frivolidad como una actitud ante la vida y se dictaminó que la esencia de las cosas solo está en los envases. Pero la aventura común duró muy poco, porque una de las exigencias de Warhol era vivir a toda prisa y tratar de agonizar siempre como un caballo al pisar la línea de meta. Él sobrevivió a los tres balazos que le pegó su admiradora Valerie Solanas y al final murió el 22 de febrero de 1987 a causa de un calmante que le suministró una enfermera equivocadamente en el hospital donde ingresó por una arritmia. Poco después, el 12 de agosto de 1988, murió Basquiat a los 27 años, por una sobredosis de heroína en su apartamento de la calle Great Jones. En la última subasta por uno de sus cuadros se han pagado más de 50 millones de dólares. Nota aquí.
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Carlos Chaouen
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miércoles, diciembre 03, 2025
Rodolfo Serrano
La rutina
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Carlos Chaouen
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Félix Maraña
Tragedia en la Zurriola
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María del Mar Bonet
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Iván Ferreiro
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Raúl del Chano
Raúl del Chano, el hombre que lo dejó todo para convertirse en artesano en una aldea
Cambió viajar por todo el mundo y el escaparatismo por trabajar como banastero en Los Villanuevas, un pueblo en el valle de Olba. Las Rozas Village ha tenido el ojo de fusionar sus dos talentos.
Cuando Raúl Hoyo Salvador (Barcelona, 46 años) decidió ponerse una fecha para instalarse de manera definitiva en el pueblo de su familia materna, recuperó el mote de su bisabuelo para su nombre artístico, al que llamaban el Chano. No se sabe muy bien si este sobrenombre le cayó de la expresión chino chano o de chanada, voces locales que significan sin prisas y haber hecho una tontería o travesura. Si fue por lo primero, sin duda Raúl habría heredado su carácter tranquilo, que aplica tanto en su forma de trabajar artesanalmente con fibras naturales como en su estilo de vida en Los Villanuevas, una pequeña aldea del valle de Olba, en Teruel.
“La primera decisión que tuve que tomar fue: ¿Me voy de jubilado o de persona activa? Entonces me di cuenta de que quería vivir en el pueblo siendo joven y activo”, afirma con convencimiento. “Mis abuelos se fueron a Barcelona antes de la Guerra Civil, pero mi familia siempre mantuvo el vínculo con el pueblo. La primera vez que vine tenía solo dos meses. Hasta los veinte años pasaba aquí todos los veranos, desde San Juan hasta que empezaban las clases. Cada año de mi vida he venido al pueblo, incluso cuando vivía en Londres”.
Antes de tomar la decisión de instalarse en Los Villanuevas y dedicarse a la artesanía, Raúl del Chano trabajaba como escaparatista, por lo que prácticamente cada semana estaba en una ciudad diferente por todo el mundo. “Yo vengo del ámbito de la moda y el interiorismo, porque en el escaparatismo conviven estas dos cosas. Durante los veinte años que me dediqué a esto, siempre volvía al pueblo de vacaciones o en situaciones difíciles para recargar pilas. Pero llegó un momento en el que necesité conectar con mis raíces y, sobre todo, con la naturaleza. Desde pequeño, mi sueño era vivir aquí con mis caballos. Aunque el trabajo que hacía era también muy manual, sentía que mis manos necesitaban algo más primitivo, más rudo. Hasta me apetecía ensuciarme de tierra. De hecho, muchas veces estoy descalzo cuando trabajo o cuando voy por el campo con los caballos. Es como que tengo una necesidad primitiva de tocar la tierra”. Acompañado de Umah y Hércules, sus dos caballos, no echa para nada de menos las grandes ciudades y aquel ir y venir constante.
Precisamente por el hecho de que en su anterior etapa se dedicara al escaparatismo, su reciente colaboración con Las Rozas Village adquiere todo el sentido. En 2025, este conocido destino de compras de Madrid ha venido celebrando el 25 aniversario de su inauguración con el proyecto Mano a Mano: una serie de intervenciones e instalaciones protagonizadas por relevantes figuras de la artesanía contemporánea española con las que ha rendido homenaje a los artesanos y artistas que mantienen viva la memoria de los oficios. Las calles, escaparates y rincones de Las Rozas Village se han llenado de artesanía, primero con obras del ámbito cerámico y textil, y, en el último tramo del año, con piezas e instalaciones en fibras naturales, creadas con el telón de fondo de la Navidad y firmadas por Raúl del Chano, Sagarminaga Atelier y Berta Bucam en colaboración con la tienda Cocol de Madrid y los artesanos del esparto de Villarejo de Salvanés (Madrid).
Raúl del Chano ha creado para el proyecto Mano a Mano un conjunto de piezas con las que ha tratado de trasladar hasta Las Rozas Village tanto el entorno natural de Los Villanuevas como sus fríos inviernos. Empleando fibras como diferentes mimbres o cuerdas de pita y seagrass, mezcladas con hierro, ramas de albaricoque y piedras caliza y tosca, ha creado desde globos aerostáticos a banastas, tótems, piezas móviles y una escultura tejida que representa un gran copo de nieve. Las diferentes piezas se integran en Las Rozas Village con el entendimiento magistral de los espacios comerciales cultivado en su anterior vida. Nota aquí.
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Joaquín Lera
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martes, diciembre 02, 2025
Rafa Mora & Moncho Otero
Miguel Ángel Yusta nos cuenta por Facebook.
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Adriana Varela
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Iván Noble
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The Marine Bar
Cafetines de Buenos Aires: historias breves del “antro” que fue un burdel portuario y mantiene la autenticidad de los años sesenta
The Marine Bar ocupa la Avenida Juan Díaz de Solís y el Pasaje Coronel Dreyer en Dock Sud. En 1960 había quince bares similares en la zona: solo uno resistió a la transformación de la ciudad. Entre reliquias náuticas y platos caseros, se convirtió en refugio de camioneros, vecinos y trabajadoras sexuales. Una visita a un escenario único que guarda secretos y memorias.
Por tercera vez desde que escribo estos relatos salgo de los límites de la ciudad. En esta oportunidad, me trasladé unos pocos kilómetros de mi casa en La Boca. Pero con el cruce del Riachuelo mediante porque hoy vengo a contar la historia de un bar portuario de Dock Sud: The Marine Bar.
Mi primer encuentro con The Marine ocurrió en 2014. Para cuando a Dock Sud se le otorgó oficialmente el rango de ciudad. Hasta ese entonces, la barriada consolidada por más de un siglo sobre la margen sur del Riachuelo, con una riquísima vida social y cultural, no era más que un puerto que pertenecía al partido de Avellaneda. Con motivo del reconocimiento, el municipio organizó una serie de acciones. Por ejemplo, la realización de un documental. Y yo fui el guionista designado.
Durante una semana fuimos a diario hasta el Doque. Siempre tras una imagen espontánea de vida cotidiana. En cada esquina tenía la ilusión de toparme con un boliche que representara la vida portuaria del siglo XX. Cuando me estaba ganando la desilusión, en una de las tantas vueltas, terminamos frente al canal Dock Sud. Era por ahí. Por supuesto. Mi sueño se materializó y no era un espejismo. En la esquina de la Avenida Juan Díaz de Solís y el Pasaje Coronel Dreyer, cerrado pero de pie, me topé con un auténtico bar portuario. Un soberano “antro”: The Marine Bar.
De regreso a las calles principales del barrio, comencé a preguntar en todos los comercios algún dato que me permitiera visitar ese templo. Lo conocían todos. Por lo que me fue fácil dar con el nombre y el domicilio de su dueño: Mario. Y fui por él.
The Marine Bar data de 1920. Los primeros dueños fueron de origen alemán. Le pusieron un nombre en inglés para empatizar con los marinos de ultramar que venían por las vacas del Frigorífico Anglo ubicado en la cercanía. Dock Sud supo ser el territorio donde proliferaron industrias y talleres de todo tipo: al mencionado Anglo hay que agregarle La Blanca, la jabonera Lever Hnos, la papelera Chiozza, la fábrica de ventiladores Thot, la fábrica de cocinas Dauco, los talleres navales Príncipe y Menghi y Dodero, la Compañía Química, las usinas Italo y la Chade, y la aceitera Dock Oil. Sus empleados se entremezclaban con la tripulación de los buques de ultramar en los bares sobre el Riachuelo. Otro país. Dock Sud llegó a tener, en los años sesenta del siglo XX, unos ciento cincuenta bares y restaurantes. Entre diez y quince eran bares similares a The Marine. Toda esta información me la contó Mario, un veterano de casi 80 años, dentro del bar. Nota aquí.
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