miércoles, diciembre 03, 2025
Carlos Chaouen
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Félix Maraña
Tragedia en la Zurriola
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María del Mar Bonet
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Iván Ferreiro
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Raúl del Chano
Raúl del Chano, el hombre que lo dejó todo para convertirse en artesano en una aldea
Cambió viajar por todo el mundo y el escaparatismo por trabajar como banastero en Los Villanuevas, un pueblo en el valle de Olba. Las Rozas Village ha tenido el ojo de fusionar sus dos talentos.
Cuando Raúl Hoyo Salvador (Barcelona, 46 años) decidió ponerse una fecha para instalarse de manera definitiva en el pueblo de su familia materna, recuperó el mote de su bisabuelo para su nombre artístico, al que llamaban el Chano. No se sabe muy bien si este sobrenombre le cayó de la expresión chino chano o de chanada, voces locales que significan sin prisas y haber hecho una tontería o travesura. Si fue por lo primero, sin duda Raúl habría heredado su carácter tranquilo, que aplica tanto en su forma de trabajar artesanalmente con fibras naturales como en su estilo de vida en Los Villanuevas, una pequeña aldea del valle de Olba, en Teruel.
“La primera decisión que tuve que tomar fue: ¿Me voy de jubilado o de persona activa? Entonces me di cuenta de que quería vivir en el pueblo siendo joven y activo”, afirma con convencimiento. “Mis abuelos se fueron a Barcelona antes de la Guerra Civil, pero mi familia siempre mantuvo el vínculo con el pueblo. La primera vez que vine tenía solo dos meses. Hasta los veinte años pasaba aquí todos los veranos, desde San Juan hasta que empezaban las clases. Cada año de mi vida he venido al pueblo, incluso cuando vivía en Londres”.
Antes de tomar la decisión de instalarse en Los Villanuevas y dedicarse a la artesanía, Raúl del Chano trabajaba como escaparatista, por lo que prácticamente cada semana estaba en una ciudad diferente por todo el mundo. “Yo vengo del ámbito de la moda y el interiorismo, porque en el escaparatismo conviven estas dos cosas. Durante los veinte años que me dediqué a esto, siempre volvía al pueblo de vacaciones o en situaciones difíciles para recargar pilas. Pero llegó un momento en el que necesité conectar con mis raíces y, sobre todo, con la naturaleza. Desde pequeño, mi sueño era vivir aquí con mis caballos. Aunque el trabajo que hacía era también muy manual, sentía que mis manos necesitaban algo más primitivo, más rudo. Hasta me apetecía ensuciarme de tierra. De hecho, muchas veces estoy descalzo cuando trabajo o cuando voy por el campo con los caballos. Es como que tengo una necesidad primitiva de tocar la tierra”. Acompañado de Umah y Hércules, sus dos caballos, no echa para nada de menos las grandes ciudades y aquel ir y venir constante.
Precisamente por el hecho de que en su anterior etapa se dedicara al escaparatismo, su reciente colaboración con Las Rozas Village adquiere todo el sentido. En 2025, este conocido destino de compras de Madrid ha venido celebrando el 25 aniversario de su inauguración con el proyecto Mano a Mano: una serie de intervenciones e instalaciones protagonizadas por relevantes figuras de la artesanía contemporánea española con las que ha rendido homenaje a los artesanos y artistas que mantienen viva la memoria de los oficios. Las calles, escaparates y rincones de Las Rozas Village se han llenado de artesanía, primero con obras del ámbito cerámico y textil, y, en el último tramo del año, con piezas e instalaciones en fibras naturales, creadas con el telón de fondo de la Navidad y firmadas por Raúl del Chano, Sagarminaga Atelier y Berta Bucam en colaboración con la tienda Cocol de Madrid y los artesanos del esparto de Villarejo de Salvanés (Madrid).
Raúl del Chano ha creado para el proyecto Mano a Mano un conjunto de piezas con las que ha tratado de trasladar hasta Las Rozas Village tanto el entorno natural de Los Villanuevas como sus fríos inviernos. Empleando fibras como diferentes mimbres o cuerdas de pita y seagrass, mezcladas con hierro, ramas de albaricoque y piedras caliza y tosca, ha creado desde globos aerostáticos a banastas, tótems, piezas móviles y una escultura tejida que representa un gran copo de nieve. Las diferentes piezas se integran en Las Rozas Village con el entendimiento magistral de los espacios comerciales cultivado en su anterior vida. Nota aquí.
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Joaquín Lera
ALGO MÁS QUE PALABRAS
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martes, diciembre 02, 2025
Rafa Mora & Moncho Otero
Miguel Ángel Yusta nos cuenta por Facebook.
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Adriana Varela
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Iván Noble
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The Marine Bar
Cafetines de Buenos Aires: historias breves del “antro” que fue un burdel portuario y mantiene la autenticidad de los años sesenta
The Marine Bar ocupa la Avenida Juan Díaz de Solís y el Pasaje Coronel Dreyer en Dock Sud. En 1960 había quince bares similares en la zona: solo uno resistió a la transformación de la ciudad. Entre reliquias náuticas y platos caseros, se convirtió en refugio de camioneros, vecinos y trabajadoras sexuales. Una visita a un escenario único que guarda secretos y memorias.
Por tercera vez desde que escribo estos relatos salgo de los límites de la ciudad. En esta oportunidad, me trasladé unos pocos kilómetros de mi casa en La Boca. Pero con el cruce del Riachuelo mediante porque hoy vengo a contar la historia de un bar portuario de Dock Sud: The Marine Bar.
Mi primer encuentro con The Marine ocurrió en 2014. Para cuando a Dock Sud se le otorgó oficialmente el rango de ciudad. Hasta ese entonces, la barriada consolidada por más de un siglo sobre la margen sur del Riachuelo, con una riquísima vida social y cultural, no era más que un puerto que pertenecía al partido de Avellaneda. Con motivo del reconocimiento, el municipio organizó una serie de acciones. Por ejemplo, la realización de un documental. Y yo fui el guionista designado.
Durante una semana fuimos a diario hasta el Doque. Siempre tras una imagen espontánea de vida cotidiana. En cada esquina tenía la ilusión de toparme con un boliche que representara la vida portuaria del siglo XX. Cuando me estaba ganando la desilusión, en una de las tantas vueltas, terminamos frente al canal Dock Sud. Era por ahí. Por supuesto. Mi sueño se materializó y no era un espejismo. En la esquina de la Avenida Juan Díaz de Solís y el Pasaje Coronel Dreyer, cerrado pero de pie, me topé con un auténtico bar portuario. Un soberano “antro”: The Marine Bar.
De regreso a las calles principales del barrio, comencé a preguntar en todos los comercios algún dato que me permitiera visitar ese templo. Lo conocían todos. Por lo que me fue fácil dar con el nombre y el domicilio de su dueño: Mario. Y fui por él.
The Marine Bar data de 1920. Los primeros dueños fueron de origen alemán. Le pusieron un nombre en inglés para empatizar con los marinos de ultramar que venían por las vacas del Frigorífico Anglo ubicado en la cercanía. Dock Sud supo ser el territorio donde proliferaron industrias y talleres de todo tipo: al mencionado Anglo hay que agregarle La Blanca, la jabonera Lever Hnos, la papelera Chiozza, la fábrica de ventiladores Thot, la fábrica de cocinas Dauco, los talleres navales Príncipe y Menghi y Dodero, la Compañía Química, las usinas Italo y la Chade, y la aceitera Dock Oil. Sus empleados se entremezclaban con la tripulación de los buques de ultramar en los bares sobre el Riachuelo. Otro país. Dock Sud llegó a tener, en los años sesenta del siglo XX, unos ciento cincuenta bares y restaurantes. Entre diez y quince eran bares similares a The Marine. Toda esta información me la contó Mario, un veterano de casi 80 años, dentro del bar. Nota aquí.
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Piti Fernández
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Ramón Serrano
FUM, FUM, FUM
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Emiliano del Río
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Diego Torres, Natiruts & Rayko B
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Eduardo Mendoza
“No queda nada de la Barcelona en la que nací”
EL PAÍS acompaña al escritor catalán, premio Princesa de Asturias de las Letras, durante la jornada de inauguración del salón literario de la FIL de Guadalajara
Un espeso bigote blanco avanza por los pasillos de la Feria de Guadalajara, indiferente al efecto que causa a su alrededor. Tras él se dibuja una sonrisa afable y pícara, y una boca que fluye entre el catalán y el español con la misma naturalidad con la que un vaso vuelca su contenido en otro. En el país de los bigotes, este no es, sin embargo, el bigote de un hombre mexicano, sino el del multipremiado y querido escritor Eduardo Mendoza, sobre el que todavía pesa el cansancio de un viaje que terminó la madrugada anterior. “La próxima vez, voy a pedir que el premio consista en estar tranquilo”, bromea el flamante Princesa de Asturias de las Letras de camino al salón literario que inaugurará media hora después. EL PAÍS lo acompaña a esta y a las demás actividades de un día en el que todo el mundo quiere intercambiar con él un beso, un abrazo o apenas unas palabras de cariño o admiración.
Mendoza encabeza la delegación de la ciudad invitada a un encuentro del que solo tiene cosas buenas que decir. “Una feria es lo contrario de la guerra. La gente se junta, negocia, habla y luego se va a tomar unos vinos, y esto me parece la civilización”, afirma optimista. El escritor catalán está nervioso por el discurso que dará a continuación. Le preocupa quedarse corto o pasarse de tiempo, que la gente se aburra, que se quede sin cosas que decir. Su desenvoltura y su humor, sin embargo, apuntan en dirección contraria. El autor barcelonés, de 82 años, tiene motivos para la alegría. Este año no solo ha sido reconocido con el prestigioso galardón español, sino que celebra el 50 aniversario de su debut literario, La verdad sobre el caso Savolta, que venció a la censura franquista y puso la primera y decidida piedra en un camino empedrado de éxitos, aunque él se resiste a pensar en ello. “El tiempo hace cosas muy raras con las personas y con los libros. Este libro ha tenido una vida propia que yo no he controlado y ahora nos volvemos a encontrar: él, igual; y yo, 50 años más viejo”, señala.
Ha cambiado mucho en estas cinco décadas, dice, “de arriba abajo”. Quiere pensar, sin embargo, que conserva “la curiosidad, las ganas de aprender”. A veces es fácil engañar al tiempo, porque “uno se mira al espejo y no se ve”: solo distingue el paso de los años sobre la piel cuando se topa con una vieja fotografía en la televisión. Cosa distinta es su cosmopolita Barcelona natal. “Ha cambiado mucho, pero todas las ciudades cambian a una gran velocidad. Van mucho más deprisa las ciudades que las personas”, asegura: “Uno mismo no reconoce la ciudad en la que nació, porque ya no queda nada de ella. En cambio, de nosotros, sí”.
—¿No ve nada de la Barcelona de entonces?
—No, la recuerdo, pero no la encuentro, porque no está, no existe. Existen las piedras, las calles, el metro, pero todo ha cambiado: las relaciones, la forma...
A esa Barcelona que es escenario de su vida y de sus novelas, pero también protagonista de ambas y de esta convocatoria de la FIL, le ha dedicado el discurso inaugural, en el que ha hecho un repaso de la urbe desde la época de los íberos hasta la actualidad. “Les contaré cosas que no están en las bases de datos, seguramente porque son falsas, pero que forman parte de la memoria colectiva, de la manera que tenemos los barceloneses de ver Barcelona, y de la manera que tienen los forasteros de verla cuando llegan. Una historia imaginaria de la ciudad”, ha prometido, y el público ha reído cómplice y atento. Muchos harán cola más tarde para llevarse su firma estampada en alguno de sus libros, que son muchos y le han granjeado un club de lectores “devoto y fiel”, en sus palabras, que sigue “renovándose” con cada generación. Nota aquí.
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lunes, diciembre 01, 2025
Joaquín Sabina
Vivió para cantarlo: Sabina revienta el medidor de emociones en su último concierto
El cantante se despide de las giras con un concierto en Madrid para cantar y escuchar con el corazón encogido.
Saluda con el sombrero negro y sonríe mientras suena por los altavoces La canción de los (buenos) borrachos… “que de madrugada vuelven al hogar”. Procede con otra reverencia y se marcha por un lateral del escenario. El concierto ha terminado. El último de Joaquín Sabina y en la ciudad donde vive, Madrid. Alguien dice que ha detectado lágrimas en el rostro del eterno crápula. Difícil visualizarlo desde la grada. Quizá algunos lo aseguran para compartir ese momento de sacudida, ya que ellos sí han tenido que enjugarse los ojos con sus dedos para contener los estragos de la emoción.
Un ictus, una caída dramática desde el mismo escenario de anoche (Movistar Arena), mil juergas y decenas de inmortales canciones después, Joaquín Sabina (Úbeda, 76 años) se despidió anoche “de los escenarios multitudinarios”. Y así lo dijo en el tramo inicial del concierto: “Este concierto en Madrid es el último de mi vida y el más importante porque es el que más recordaré”.
Se guarda el maestro “el as de reaparecer a placer, sea porque las musas me susurren poemas o canciones que merezca la pena compartir, o porque me piquen las ganas de subirme a cualquier entarimado para darme, darnos, un homenaje”. El entrecomillado pertenece al protagonista y lo dijo al anunciar esta serie de conciertos. Lo que parece seguro es que las grandes giras se han acabado, así que lo de anoche pintó mucho como algo parecido a un réquiem, una coda a una carrera soberbia, con sus resbalones, sí, pero quién no cayó en un camino que dura ya cinco décadas. Y tuvo que ser un domingo, ese día de la semana que no le gusta al protagonista, como luego cantó en Contigo (“yo no quiero domingos por la tarde”), pero se celebró en horario nocturno, cuando los ataques de melancolía se hacen más llevaderos.
El concierto número 71 de una gira, Hola y adiós, que comenzó en enero y su décimo (¡diez!) Movistar Arena del año resultó un deleite para el paladar emocional del público, con un Sabina realizando esfuerzos para no derrumbarse, que para eso ya estaba su fiel audiencia, que llenó el recinto en sus 12.000 localidades, todos sentados, también la parte de la pista, aunque el público dejó sus butacas en muchas ocasiones para jalear al protagonista y bailar.
Porque Sabina ofició un espectáculo de alto voltaje emocional a pesar de ese extraño inicio, con la canción El último vals sonando en una grabación de estudio, con los músicos todavía colocándose en sus posiciones y el jefe esperando en camerinos. ¿No podrían haberla interpretado en directo? Resultó una templanza puntual, porque a los pocos minutos apareció el protagonista y aquello se inundó de aplausos, “oooooh” y “Sabina no te vayas”. Nunca hubiera sido un recital tan de encoger el corazón sin la entregada predisposición del público, que se tomó la noche como una despedida en toda regla, un adiós a alguien que lleva entregándoles música y poesía con una aceptación popular que solo Joan Manuel Serrat es capaz de superar.
Comenzó con el homenaje a la ciudad donde más ha vivido, Madrid, aportando Yo me bajo en Atocha, una canción que describe una urbe que se añora viendo la deriva que está tomando la capital en los últimos tiempos. Sabina ejerció de jefe en su última cena en el centro del escenario, sentado en un taburete alto. A su vera, una mesita con un vaso de... agua. Cómo han cambiado las cosas. Enfrente, una pantalla con lo que se supone eran las letras de las canciones, ya que miraba con asiduidad en esa dirección. No pasa nada: son muchas poesías escritas y la memoria ya sabemos que tiene la mala costumbre de oxidarse con el paso del tiempo. Su espléndida banda de siete músicos le guardaba la espalda elevada en una plataforma. Cada uno tuvo su protagonismo realizando incursiones al terreno del jefe para ejecutar solos instrumentales. En unas grandes pantallas se proyectaron imágenes alusivas a la canción que se tocaba. El efecto producía una comunión sencilla pero bonita entre imagen y música.
Eligió el jiennense un repertorio de cadencia reposada, a veces parsimoniosa (no se puede tocar más lento Calle melancolía), poca presencia de rock and roll y composiciones para que su público, que ya llegó con la garganta caliente, coreara sin estridencias, bamboleando la cabeza suavemente, con la variante del movimiento de los brazos arriba de un lado a otro (“y nos dieron las diez y las once, las doce y la una, y las dos y las tres…”), y muchas veces con el nudo de la conmoción agarrado al cuello. Ofreció pronto esas recientes canciones crepusculares donde ironiza sobre los tópicos que se le adjudican (algunos reales, otros exagerados) y hace balance desde la rampa de salida: “Lo niego todo, hasta la verdad”. Mentiras piadosas sonó estupenda, despojada de esos arreglos verbeneros de la grabación original.
La siempre descuidada voz de Sabina amenazó con romperse en alguna ocasión, pero ese quebrado vozarrón aguantó en el alambre. En el declinar de su carrera y después de 70 recitales en diez meses ya parece más cosa de un pacto con satán en una de sus noches de farra el que aguantase a un digno nivel esta última cita. Pero sí, le quedó aire en los pulmones para permanecer dos horas y cuarto en el escenario, con alguna escapadita para buscar oxígeno. En esos descansos del jefe, Jaime Asúa (algún día habrá que tributar como se debe a esos Alarma!!! que formó junto a Manolo Tena) interpretó Pacto entre caballeros, ese portento de garganta que tiene Mara Barros acometió con poderío Camas vacías, y Antonio García De Diego, el hombre para todo, entregó una deliciosa La canción más bella del mundo.
Con un tono arenoso que en los últimos tiempos se ha impregnado de una calidez que solo se consigue cuando ya la veteranía es algo más que un grado, Sabina demostró que ya no es un cantante; él interpreta, cuenta, otorga vida a sus hermosos versos, se zambulle en ellos, arranca las palabras de su boca y las suelta. Y eso lo hace creíble porque está (o lo finge muy bien) comprometido con la letra. Se llama comunicación pura y dura. Sus palabras le salieron alquitranadas, penetrantes. Solo le faltó anoche un pitillo humeante en la comisura de los labios para completar esa figura orgullosamente desgastada. Seguro que él hubiera matado por esa dosis de nicotina.
Tomó una guitarra para alguna canción, como en 19 días y 500 noches, De purísima y oro, que sonó soberbia. Para las piezas más lentas (todavía), como las bellas Una canción para la Magdalena o Por el bulevar de los sueños rotos, cambió el taburete por una silla baja. Dio lustre vocal a las dos Mara Barros. Quizá los más musiqueros echaron de menos algún cambio en un repertorio demasiado rígido durante toda la gira; quizá aquellos que disfrutaron al combativo Sabina ochentero se hubieran marchado a casa más satisfechos si el protagonista hubiera pronunciado algún incisivo discurso, con lo turbio que anda el panorama. ¿Algún invitado significativo? Pues también. Son pegas a un espectáculo disfrutón y sentimental, un homenaje compartido que gozaron, al mismo nivel, Sabina y los espectadores.
Terminó la fiesta con un stoniano Princesa, con los músicos situados al mismo nivel que el jefe y la gente, ya olvidada la compostura de las butacas, bailando y a las puertas de una laringitis de tanto cantar. Si existiera un medidor de escalofríos anoche habría llegado en muchas ocasiones a la parte más alta.
Después del recital, Sabina recibió a sus amigos en una sala del mismo recinto para continuar su fiesta de despedida, ya de un formato íntimo. El lunes se levantará en su casa de Tirso de Molina, suponemos que con algo de resaca. Ya no quedan más conciertos. Leerá, escribirá y pintará. Cuando le visiten las musas tendremos noticias suyas. Nota aquí.
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Luis Eduardo Aute
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Albert Pla
“Siempre está bueno aprender de los demás”
El cantante, músico y actor grabó junto a Raül Refree y Sebastián Teysera, frontman de La Vela Pueca. La canción será parte de su próximo disco.
Albert Pla ha sido un habitué de los escenarios rioplatenses durante muchos años, pero desde 2022, cuando se presentó en Buenos Aires con el guitarrista Diego Cortés (integrante del grupo Kejaleo, todo un híbrido entre el flamenco y el jazz fusión), no regresó a este lado del Atlántico. Antes de que el extrañamiento siga estirándose, el músico, escritor y actor catalán puso a circular recientemente su nueva canción: “Perdónenme”, suerte de tributo a la Argentina y Uruguay con el que pretende justificar su ausencia. “Perdónenme por ser así. Yo soy ese boludo, un pobre pelotudo, que canta por el mundo y no se sabe la canción”, versa el estribillo del tema, para el que invocó a Raül Refree y también a Sebastián Teysera, frontman de la agrupación uruguaya La Vela Puerca.
“Con los de La Vela nos conocemos desde el primer concierto que hicimos en Uruguay y quedamos en hacer algo juntos algún día”, explica Pla, vía Zoom, desde su hogar en la localidad catalana de Girona. “Al final, cuando hice esta canción, pensé que Sebas era la persona ideal para cantarla por la letra. La hicimos a distancia: le mandé la maqueta, le puso su voz y me pasó una foto para el video”. El artista confiesa además que “Perdónenme” se encuentra inspirada en el rock argentino: “Desde el momento que la empecé a componer, me pareció un poco una sátira del rock argentino, un homenaje caricaturesco a ese ‘malditismo’ que les gusta tanto a los rockeros argentinos. Tiene ese espíritu a Calamaro porque siento ternura por todos esos rockeros de allá tan malotes”.
-¿Por qué convocaste a Sebastián Teysera en vez de alguno de estos rockeros ‘malotes’ argentinos?
-Lo invité porque tengo la sensación de que las letras de La Vela Puerca son optimistas y eso genera una sensación rara de contraste. Terminó siendo una canción irónica. Imagino que todo el mundo ha tenido esa sensación distópica de que no ha hecho nada bueno, de que ha estropeado las cosas un poco más. No creo que sólo me pase a mí.
-¿La canción la tenías archivada?
-Esta letra es nueva. Cuando digo nueva me refiero a que la compuse hace dos años. Y me pareció que ahora era el momento de darle salida.
-Este single forma parte de un grupo de nuevas canciones que fuiste publicando desde el año pasado. ¿A qué se debió ese arrebato?
-La verdad es que sí, es así como lo dices. Desde los últimos tres o cuatro años he ido haciendo canciones, y ahora las vamos a incluir todas en el disco que sacaré el año próximo, que estará compuesto por entre diez y quince. Sería mi primer álbum de canciones en mucho tiempo, algo raro en mí por el tipo de discos que estuve haciendo (basados en espectáculos musicales como Miedo). Por eso decidimos sacar estas nuevas canciones cada tres meses. Antes de “Perdónenme”, lanzamos “Todo me va bien”, junto a Kase O. Nota aquí.
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Carlos Chaouen
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Fernando Lobo
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