Este bar
domingo, diciembre 07, 2025
Rodolfo Serrano
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Pedro Pastor & Luis Pastor
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Paris Joel
Ella
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Los Pericos & El Plan de la Mariposa
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Carlos Boyero
Al negador y al afirmador, al músico y a la persona. Gracias por todo
Era el último y definitivo concierto de Joaquín Sabina, mago capaz de arañar las fibras más íntimas de multitud de personas durante 40 años.
Ocurría en El último vals, la preciosa despedida en forma de réquiem glorioso que filmó Scorsese para testimoniar el último concierto de la vibrante The Band, compartida con músicos más allá del bien y el mal como Dylan, Van Morrison y Neil Young. Imagino el llanto, ya que no estaba presente, de tanta gente conmovida. He visto y vivido multitud de conciertos. Pero existen algunos especiales respecto al estado de ánimo del público. Uno fue en julio del 82, en el Calderón, en medio de rayos, aguacero e ilusión compartida cuando aparecieron los Rolling Stones. Esa emoción de los espectadores, la sensación de que determinadas canciones han sido compuestas exclusivamente para ti, para tus emociones, para tu identificación, también lo consigue Springsteen.
Y el domingo pasado, observando las reacciones de la gente y la mía, sentí algo parecido. Era el último y definitivo concierto de Joaquín Sabina, mago capaz de arañar las fibras más íntimas de multitud de personas durante 40 años. Y el mundo ha sido, es y será una porquería, que afirmaba la sublime canción Cambalache, pero existen cosas y personas que al escucharlas lo alivian, que te hacen sentir y vibrar, que transmiten lo que tú has vivido, imaginado, gozado, padecido. Que te alteran el corazón, el ánimo, las certezas, las dudas, los momentos milagrosos. Esos seres impagables aportan vida o supervivencia al que los escucha. Y están hablando de ellos. Pero lo que cuentan nos pertenece a todos. Tal vez exagero. A gente de cualquier condición. Jóvenes y mayores. Son la expresividad torrencial, la irreverencia, la subversión, la ternura, la acidez, la complejidad amorosa, vital, emocional.
Y como a tantos espectadores me aparece la lágrima, la exaltación, el recuerdo de las personas que dejaron huella en tu vida y con las que compartiste esas letras magistrales, esa música que alimenta el alma. Y me gustaría acercarme a ese fulano, con el que compartí muchos momentos y amaneceres tan sabrosos, presididos por la bendita risa, para darle un abrazo. Pero todo Madrid quiere hacer lo mismo. Y él debe de sentirse exhausto. Su ángel guardián le saca del tumulto. O sea, que te mando un abrazo allí donde estés. Solo contarte que cada vez que pienso en ti o te escucho me aparece la eterna sonrisa. Y muchas gracias por todo. Por tus canciones y por tu existencia. ¿Sabes con las que lloré? Con Yo me bajo en Atocha, ¿Quién me ha robado el mes de abril? y Contigo. Mañana será con otras. Que vivas o sobrevivas bien todo el tiempo que tú quieras. Nota aquí.
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Ángel Ravelo & Luis Quintana
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Coque Malla, Dani Martín, Rulo y la Contrabanda
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Raúl Cimas
Las increíbles Navidades de Raúl Cimas (un cuento con milagro incluido)
El protagonista de ‘Poquita fe’ se tira al monte. El humorista crea para ‘El País Semanal’ un personaje que huye de su familia para celebrar las fiestas “como un auténtico Mountain Man”
Hay una manera muy convencional de arrancar una entrevista. Generalmente empieza en el lobby del hotel o en la cafetería donde el periodista espera al personaje de turno. Describe su entrada, su atuendo brevemente, sobre todo su talante, si se nota que no ha dormido, si está de buen humor, o si parece harto de hacer entrevistas que empiezan todas igual… Esta no. Esta empieza con un graznido.
—¡Aj, aj, aj, aj, aj, aj! No se dice graznido, se dice reclamo, ajeo o serrar. Graznar, grazna el cuervo, grazna el grajo y grazna mi cuñado cuando duerme boca abajo —dice Raúl Cimas.
Acuclillado, con todo lo grande que es, el cómico trata de comunicarse con una bandada de perdices. Hemos seguido su ubicación hasta un bosque inhóspito de pinos carrascos y jara, en lo alto de una serranía castellanomanchega. Pide que no concretemos más, estas Navidades está escondiéndose de su familia.
—Soy una persona de firmes convicciones navideñas. Tengo el espíritu navideño incrustado muy adentro mío y eso, a la larga, ha terminado por congelarme el corazón. No quiero ver a nadie. Márchense —dice, frunciendo el ceño y suplicando con los ojos.
Acto seguido, como si lo tuviesen preparado, las perdices huyen torpemente en una dirección y él sale disparado, y con andares parecidos, en la contraria. Se refugia en una cabaña cercana con un portazo que casi tira la festiva corona que adorna la entrada. Tras mucho tocar en la puerta y tratar de convencerle desde el otro lado para que nos haga caso, damos con algo que consigue derretir un poco ese corazón helado del que habla.
—Perdone, pero no parece este el proceder de alguien con “firmes convicciones navideñas”…
Por fin asoma para responder y reivindicarse.
—¡Sí que lo soy! Cada vez que tengo un momento a solas, mi mente se embelesa y me guía por un crisol de imágenes pascuales. Lo mismo me viene a la mente un niño mellado sonriendo al cielo estrellado que un pueblo nevado en el que de repente cambia el foco a una gota de escarcha que se desprende de la rama de un pino que estaba en primer plano… Imágenes reconfortantes que me llenan el alma de candor y que poco o nada tienen que ver con lo que yo vivo año tras año con mi familia. Nota aquí.
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sábado, diciembre 06, 2025
Rafa Mora & Moncho Otero
Manuel nos cuenta por Facebook.
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Diego Savoretti
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Flores para Antonio
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Alfonsina Storni
Sábado
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Jane Goodall
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Bares
Todo lo que perdemos cuando cierra un bar de toda la vida
Detrás de cada persiana bajada se esfuma un modo de convivencia, una red invisible de afectos y resistencias que sostienen la vida urbana más allá del consumo y la prisa.
El cierre de un comercio que ha tenido algún papel en nuestra vida supone un pequeño disgusto, pero, quizá, el sentimiento se agudiza cuando el establecimiento en cuestión es un bar. En las grandes ciudades, el cierre o la transformación de bares de toda la vida está sucediendo a toda velocidad. Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), entre 2010 y 2023 se cerraron en España casi 35.000 bares. Y este proceso, que forma parte de la homogeneización general del paisaje urbano, está acabando con algo que va mucho más allá de una forma de comer, beber o pasar el rato.
Según el antropólogo urbano José Mansilla, conocido en internet como @antroperplejo, el bar fue durante décadas un engranaje clave en la estructura social. “En sociedades de conformación fordista, los bares tenían el papel de ser lugar de encuentro tras la jornada laboral. El sitio donde compartir cómo te había ido el día o hablar de proyectos”, explica. “Antes de la República y durante ella, eran también espacios de discurso oculto: lugares donde se tramaban ideas políticas o sindicales de manera discreta”. Esa función de refugio cívico se ha ido diluyendo con el tiempo, sostiene Mansilla, en una sociedad “mucho más fragmentada e individualista, donde las ciudades ya no ejercen ese papel de conflictividad urbana vinculada a las antiguas acciones sindicales de la industria”. Los bares, por tanto, han perdido esa centralidad y se han ido convirtiendo en otra cosa.
La periodista gastronómica y filósofa Anna Torrents analiza este fenómeno: “La desaparición de los bares de toda la vida revela una doble pérdida: la de lo real y la de lo común”. En su diagnóstico, lo que antes era refugio de lo cotidiano, un espacio donde el tiempo podía detenerse, hoy se rige por “la lógica de la visibilidad y la productividad”. “El bar ya no se habita, se consume como una experiencia más. Como señalaría el antropólogo Marc Augé, lo que ocupa su lugar no es otro tipo de bar, sino un no lugar: espacios neutros, funcionales, intercambiables, donde nadie deja huella. El bar de siempre ya no encaja en el ecosistema acelerado de la ciudad contemporánea”, continúa. Torrents recuerda que también hay razones materiales: “Muchos de estos bares sobrevivían gracias a economías familiares o sumergidas. Hoy, los alquileres, la fiscalidad y las normativas han hecho inviable esa precariedad romántica. No es solo que falte alma; es que cada vez es más difícil vivir de un bar”.
El bar como institución moral y afectiva
De esa desaparición habla el escritor y tabernero Carles Armengol (Barcelona, 44 años) en su nuevo libro Matar un bar, editado por Col&Col. “Las ciudades cambian y sus negocios también, así lleva pasando desde hace siglos. Lo que me inquieta es la homogeneización urbanística y la ausencia de alma de los negocios que abren. Todos vemos las mismas series y escuchamos los mismos artistas mientras las ciudades están repletas de franquicias, negocios blanqueadores de dinero sucio y bares sin alma”, afirma.
Para Armengol, tener un bar nunca fue solo una cuestión de negocio. “El bar, por tradición, ejerce un rol socializador indispensable. Es un centro de día (y de noche) para personas que se sienten solas, un lugar de encuentro, de intercambio, donde se fortalece el tejido social. Es donde el vecino puede dejar una copia de sus llaves por lo que pueda pasar”. Él creció entre mesas y tragaperras, observando lo mejor y lo peor de la condición humana que se representaba cada día. “Crecer en un bar de barrio me hizo aprender a comprender y no juzgar las oscuridades del otro; a humanizar la desgracia ajena sin creer que lo tuyo es mejor”, recuerda.
En su discurso se expresa una idea que va más allá del romanticismo: el bar como resistencia al capitalismo acelerado. “Decidir a dónde vamos a comer es un acto político”, sostiene. “Saber si los dueños son quienes están detrás de la barra, si cuidan a sus trabajadores... Cuidar a tu barrio y a la gente que vive en él trabajando desde dentro es un acto hermoso ante un contexto globalizado”. Nota aquí.
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Joaquín Lera
Y LUEGO ESTÁS TÚ
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Javier Cercas
Dios no ha vuelto
Las iglesias siguen vacías, los seminarios y conventos siguen vacíos, el número de católicos cae en picado
Así es: ha bastado un disco de Rosalía, una película de Alauda Ruiz de Azúa y alguna cosa más para que algunos proclamen en los periódicos el retorno de Dios. ¿Dios se había ido? ¿Vivíamos en un mundo sin Dios?
Por supuesto que sí. Quien primero lo vio fue Friedrich Nietzsche en un texto celebérrimo publicado en 1887. Cuenta la historia de un loco que se echa a la calle en pleno día con un farol encendido y vaga por las plazas y los bulevares gritando: “¡Dios ha muerto! Y nosotros lo hemos matado”. Quienes no han leído ese texto, o quienes lo han olvidado, suelen creer que el loco está feliz, por no decir eufórico (“¡Por fin nos hemos librado de Dios gracias a la razón y la ciencia entronizadas por la Ilustración!”, vendría a decir). Pero no es verdad: todo indica que el loco está desolado; y con motivo: porque, si Dios no existe, como decía siete años antes Iván Karamázov en la novela de Dostoievski, todo está permitido; porque, si Dios ha muerto, el fundamento del mundo —aquello que durante siglos y siglos había dotado de sentido a todo— se derrumba. Y ahora ¿qué? Ese interrogante subyace en una parte esencial del arte de nuestro tiempo; también del pensamiento. En un ensayo titulado Nostalgia del absoluto, George Steiner argumentó que algunas corrientes decisivas del siglo XX, como el marxismo o el psicoanálisis, erigieron grandes relatos totalizantes que a su manera aspiraron a sustituir a la religión, hasta entonces sin disputa el relato que todo lo explicaba. Lo cierto sin embargo es que esos sucedáneos laicos no han funcionado, o solo han funcionado en parte, y que habitamos un mundo sin grandes relatos, que descree de las narraciones omnicomprensivas y solo nos dispensa pequeñas explicaciones parciales. A esa realidad la llamó Jean-François Lyotard, en 1979, la condición posmoderna, que es todavía nuestra condición. El problema es que mucha gente continúa insatisfecha con ella y que, casi siglo y medio después del loco de Nietzsche, sigue preguntándose: ¿y ahora qué? Volvemos así a Rosalía y a las proclamas periodísticas: ¿la respuesta a esa pregunta decimonónica es el retorno a la religión, y en particular (como mínimo en España) al catolicismo? Salta a la vista que no: las iglesias siguen vacías, los seminarios y conventos siguen vacíos, el número de católicos cae en picado desde hace décadas. ¿Qué está ocurriendo, entonces? Con toda probabilidad, nada; que no cunda el pánico: Dios no ha resucitado, a Rosalía se le pasará el arrebato místico y una monja adolescente vasca es tan insólita que por esa razón Ruiz de Azúa ha filmado una película sobre ella. Lo único que puede estar ocurriendo es algo que tarde o temprano iba a ocurrir, y es que en España estemos empezando a superar la fobia anticatólica que hemos padecido; una fobia, sobra decirlo, del todo justificada: por 40 años de nacionalcatolicismo y por siglos y siglos de una Iglesia siniestramente clerical, reaccionaria, belicosa, fúnebre, sexófoba y pegada como una lapa a los ricos y los poderosos. Eso sí podría estar ocurriendo: que empiece a desaparecer esa inquina ganada a pulso y, seamos creyentes, ateos o mediopensionistas, iniciemos una relación menos enfermiza con la religión, más libre, desembarazada y respetuosa, análoga a la que disfrutan países que, como Francia, se libraron del despotismo religioso mucho antes que nosotros. En cuanto a la Iglesia católica, su destino mejor es el que auguró Benedicto XVI, que no sé si fue un gran papa, pero fue un gran teólogo: la Iglesia del futuro debería ser mucho más pequeña y más militante; también, me atrevo a añadir, mucho más radical, mucho más leal al cristianismo de Cristo y a estas palabras del socialista y místico Charles Péguy, tan justas como extravagantes para quienes solo hemos conocido la Iglesia española, históricamente especializada en pervertir el cristianismo originario: “No hay nada más alejado del espíritu burgués que el cristianismo”.
¿Dios ha vuelto? Ganas me dan de terminar con esta frase de Bernard Shaw: “Periódico: herramienta incapaz de distinguir entre un accidente de bicicleta y el colapso de una civilización”. Nota aquí.
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Edgar Oceransky
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Félix Maraña
Itzea
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viernes, diciembre 05, 2025
Diego Frenkel
“La respuesta de la gente disparó que estemos haciendo un disco nuevo”
Mientras termina su primer trabajo de estudio en 18 años, la banda repasa su historia y adelanta temas en vivo.
Este viernes 5 de diciembre, en Niceto Club (Niceto Vega 5510), a partir de las 20, La Portuaria bajará la persiana de su 2025. Año que sirvió de plataforma de lanzamiento para el tercer ciclo del grupo. Al mismo tiempo que ultima su próximo álbum de estudio (el primero en 18 años), el gran laboratorio groovero y multicultural de la música popular contemporánea argentina recuperó el video de la presentación del disco Devorador de corazones, consumada en el estadio Obras Sanitarias en 1994. Sin embargo, la construcción de esta narrativa, por lo menos puertas afuera, sucedió formalmente el 12 de abril, con la introducción de su nueva formación en el Quilmes Rock, donde además encaró una performance que terminó por convertirse en una de las grandes sorpresas del festival.
“Lo del Quimes Rock es difícil de explicar”, afirma Sebastián Schachtel, tecladista y acordeonista de la banda. “Teníamos muchísimas dudas, pensamos que quizás no iba a venir gente a vernos. Pero cuando vimos esa cantidad de público, se produjo una inyección de adrenalina. Fue un show de 40 minutos, lo que te da la oportunidad de mostrar todas las armas juntas. Es más efectivo que cualquier recital largo. También fue fundamental la devolución de la gente: llegamos a sentirla apenas tocamos la primera nota. Eso disparó y generó lo que estamos haciendo ahora, el deseo de continuar con el nuevo disco”. A lo que Diego Frenkel, cantante y guitarrista, añade: “La inclusión de Fernando Samalea (batería) y María Eva Albistur (bajo) nos cohesionó como grupo. Y a Yamile Burich (saxo) la trajimos porque maneja el lenguaje del jazz”.
-¿Se viene una vuelta al jazz?
Diego Frenkel: -A ella no la trajimos por el rock sino por el jazz. Y además porque es una performer increíble. Si bien La Portuaria tenía a Alejandro Terán como icono del saxo, a medio camino del jazz, del rock y de otras tantas influencias, a mí ella me cuadraba perfecto porque no había tocado nunca en grupos de rock. Caí en un barcito en el que estaba tocando y me volví loco. Tiene mucho que ver con la esencia de discos como Huija, Devorador de corazones y un poquito de Escenas de la vida amorosa, donde el saxo cumple una función jazzística. Entonces, en esa miscelánea, le propusimos que viniera y fue alucinante.
-O sea, ya no tienen excusa para no tocar “Supermambo”. Es más, esta encarnación de la banda coincide con el 30 aniversario del disco que lo contiene, Huija.
Sebastián Schachtel: -Es un disco muy especial para nosotros por cómo fue trabajado y por la sonoridad que estábamos buscando. Fue recontra pensado. Todavía uno lo pone y suena muy bien. En Navegar es preciso, el disco que hicimos en vivo en Niceto como resultado de la pandemia, incluimos dos temas de ahí (“Donde hubo fuego” y “Sofía”).
D.F.: -En ese vinilo abordamos todo el eclecticismo musical que se manejaba a mediados de los años ’90. Fue un lenguaje en boga que abrió mentes y oídos, era una enorme oportunidad artística en una época en la que industria, prensa y público necesitaba sectorizar etiquetar. Y de la que fueron parte grupos como Mano Negra, Rage Against The Machine y los Cadillacs, y en el que nacieron estilos como el trip hop y se produjeron diálogos entre el jazz y el hip hop. En esos cruces paganos estuvo La Portuaria. Nota aquí.
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Voces por Palestina
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Ale Zéguer & Rodrigo Rojas
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Rodolfo Serrano
El viaje. Un instante
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Efecto Mariposa & Dani Despistaos
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Cerdo Rojo
Otro imperdible en Areco: Charcutería de autor y sándwiches premium en un esquina icónica
Es el nuevo proyecto de dos especialistas en genética porcina que ya proveen su carne a Don Julio y El Preferido. Charcutería de maduración lenta, productos de origen y una carta breve de sandwiches que hacen honor al sello de la casa.
a esquina tiene esa impronta inolvidable. Un frente extenso de ladrillo a la vista, gastado por los años y las experiencias a cuesta. Este sitio supo ser varias cosas, restaurante, pulpería, hogar de tertulias interminables. Ahora, alberga un nuevo proyecto en San Antonio de Areco, novedoso por su contenido, pero siempre con un pie en las tradiciones. El primer golpe es el aroma. Apenas se abre la puerta, un aire frío arrastra una mezcla de aromas que anuncia piezas que maduraron mucho antes de que este local abriera sus puertas. La luz cálida recorta cámaras colmadas y la barra frente al piso de pinotea que deja entrever embutidos madurando en un sótano inesperado. Cerdo Rojo tiene algo de lugar descubierto más que creado: un espacio que da la sensación de haber estado ahí, esperando a que alguien lo revelara.
La historia, sin embargo, no empieza en esta esquina de Alsina y Fitte, ni en los jamones colgados con una paciencia antigua. Empieza mucho antes, en granjas y galpones donde Guillermo Lloveras y Alberto De Lorenzi pasaron años dedicados a la genética porcina. Una actividad silenciosa, meticulosa, que los acostumbró a los tiempos largos y a mirar la carne desde un ángulo que en la Argentina casi nadie miraba. “Sabíamos que teníamos que abrir camino en la calidad de la carne porcina. En Argentina nadie hablaba de eso, y en el mundo es un tema central”, recuerda Lloveras. Habla de un mercado que paga más por las carnes RFN —rosadas, firmes y no exudativas—, muy valoradas en Japón, Corea o Tailandia, donde el consumo se orienta a cortes equilibrados, jugosos, con grasa bien distribuida.
Ese contraste con el mercado local era evidente. Mientras la industria se concentraba en producir carne magra y eficiente —adaptada a procesos y no al paladar—, ellos seguían la pista de algo distinto. “La máquina de producir cantidad de carne se divorció de la preferencia del consumidor”, explica Lloveras. “Cuando la gente elige carne, quiere sabor, jugosidad, aroma, grasa en equilibrio. Y sin embargo fuimos hacia cortes cada vez más secos”. El desfasaje entre lo que se producía y lo que se deseaba se volvió una idea fija. Si esa carne no existía en el mercado argentino, habría que construirla.
La primera decisión fue abrir, en 2016, una carnicería en Areco. No era un movimiento desesperado ni un salvavidas económico. “Era agregar valor y construir estabilidad”, dice De Lorenzi. Tenían la convicción de que, si la gente probaba una carne de cerdo distinta, la iba a elegir. Pero no era solo vender: era enseñar. Nuevos cortes, nuevas formas de cocción, nuevas texturas. En un pueblo profundamente bovino —donde varios les recomendaron no hacerlo—, la propuesta era casi contracultural. Nota aquí.
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