Sobre la dicha y el quebranto
Escribió poesía, compuso y cantó tonadas, cuecas, parabienes, décimas y corridos. Trabajó en bares, puertos, circos y fondas. Tocó guitarra, charango, cuatro, arpa y quena. Pintó sobre madera, tela y cartón. Y hoy la chilena sigue siendo una voz insustituible del continente.
Murió porque su depresión lo quiso. Fue hace cincuenta años y cuando tenía –casi– cincuenta años. Aún no habían pasado millones de cosas en América y el mundo, pero una jugarreta de esas que gustan al imaginario la asocia con tales hechos posteriores a su ida. El nombre de Violeta Parra va indisolublemente ligado a los intentos revolucionarios en el Tercer Mundo, hijos de Argel, Eva y Fidel; a Vietnam; a las gestas musicales de Quilapayún, Mercedes Sosa, Los Beatles o Víctor Jara; al pacifismo; al hippismo; al canto de protesta; a las pastillas anticonceptivas; al feminismo; a la libertad y la paz; al reconocimiento de los pueblos originarios; al folklore chileno, argentino y latinoamericano; a Joan Baez, Bob Dylan, los derechos de los negros…. A todo ese espíritu de fines de los sesenta que pondría el sentido del mundo en otra frecuencia. Y, claro, a sus enormes contradicciones que, sintetizadas en Violeta, ya arrancan desde su nacimiento del que, dicho sea de paso, este 4 de octubre se cumplirán cien años. Aún no se sabe, por caso, si su madre la parió en San Fabián de Alicó, una comuna precordillerana de la provincia de Ñuble, o en San Carlos, una ciudad ubicada en la misma provincia. Nota aquí.
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