Tren a San Petersburgo
Hace ya muchos años
-nunca vendrá el olvido-
tomábamos el tren,
el Flecha Roja,
en la vieja estación de Leningradskaya,
hasta San Petersburgo y nuestros sueños.
Un lujo decadente, tan hermoso.
Las cortinas,
la mesita para dos con el servicio,
el viejo revisor,
todo tenía
un aire muy antiguo y deslumbrante.
La ventanilla cubierta por el vaho
no dejaba ver la luz de las farolas.
La noche de Moscú por los andenes
y aquel ruido,
apresuradas voces, carretillas,
los pesados baúles, las carreras
y el sonido
mágico y misterioso de los trenes.
Estabas tú,
los dos estábamos
cumpliendo el viejo sueño de los libros.
La oscuridad cruzaba los cristales,
y, luego,
ya tan solo la negrura
de la noche muy quieta en nuestros ojos.
No logramos dormir.
De vez en cuando,
te asomabas al pasillo.
Un empleado
salía entonces de la sombra y te decía
alguna cosa imposible de entender.
Y nos reíamos.
Fue eterna aquella noche.
Muy lejana,
alguna luz perdida, el fogonazo
al pasar una ciudad desconocida.
El roce chirriante de los hierros.
Después, ya muy después,
con las primeras luces
la ciudad iluminada, luminosa,
las anchas avenidas,
los canales,
las plazas como mundos,
las Iglesias.
Y, sobre todo, mira,
sobre todo,
ese aire que habíamos respirado
en los libros amados y leídos,
tantas noches
de versos y canciones.
La perspectiva Nevski, los palacios,
el Yusupov donde ni allí pudieron
matar a Rasputín
ni con veneno o a tiro de revólver,
ni arrojándole
a las heladas aguas del río Neva.
Y nosotros, mirando allí el pasado,
los siglos de los zares,
las riquezas,
la historia que volaba por encima
de las cúpulas
y de los campanarios.
Estaba allí la historia, nuestra historia
en el palacio
de Catalina, en la Cámara de Ámbar.
Estábamos tú y yo.
Y allí dejamos
el corazón atrapado en sus paredes
como si fueran insectos del pasado.
Me vienen hoy, amor, en estas noches
los recuerdos, lo mismo que los trenes
que se van ya para siempre sin nosotros.
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