miércoles, noviembre 02, 2022

Ismael Serrano

 Las canciones son una muestra significativa tanto de nuestra fragilidad como de nuestra vulnerabilidad: Ismael Serrano

Se presenta el viernes 4 de noviembre en el Teatro de la Ciudad.

Un videoclip a finales del siglo XX

Corría el año de 1999 o 2000, no lo preciso bien; lo que sí recuerdo, con nitidez, es al adolescente de 15 años de edad recostado en la cama de sus padres, sin deberes ni futuro, cambiando de canal a través del control remoto como si buscara que el mar o una mirada cómplice brotaran por la vieja pantalla del televisor. Repentinamente algo despertó su interés en la programación del Canal 28, hoy ya desaparecido: allí, un videoclip musical presentaba a un muchacho cantando por las calles de un barrio popular, sujetando una guitarra entre sus manos y caminando al encuentro con rostros de gente trabajadora.

Al adolescente de días grises que se detuvo a escuchar aquella canción, momentáneamente una frase le arrebató de su ensimismamiento: “Y la vida me parece una fiesta a la que nadie se molesta por invitarme”. Eso sucedió antes del auge de Internet y del predominio de YouTube o Spotify; se entiende, entonces, que a finales del siglo XX si en televisión encontrabas algún video musical que te llamase la atención, lo más aconsejable era confiar en el azar y esperar varias horas para, con mucha fortuna, volver a mirarlo.

Es curioso cómo trabaja la memoria. No evocamos con nuestros ojos, sino que siempre —al menos eso me sucede a mí— vemos la escena del pasado desde la mirada de una tercera persona… siendo un testigo que observa todo con la eficacia de quien sabe ya el final del cuento. El caso es que rememoro a ese adolescente y al mundo en donde todavía la muerte no se había llevado a los abuelos ni a mi madre, una vida antes del viaje a Chiapas donde Marcos me firmó aquella biografía de Guevara, esa vida antes de las aulas universitarias y, también, anterior al Café Bar-Británico en San Telmo. Un tiempo —hoy vetusto— que no presagiaba ninguna pista de cómo los recuerdos de mi padre volarían como papeles al viento. Días y noches anteriores incluso a las mudanzas, a la caída del cabello, anteriores a Cheever, Pessoa, Forn y Spinetta, así como a La eternidad y un día y Cinema Paradiso.

Antes del amor en los ojos de un perro.

Esa vida —¿otra vida?— antes del suicidio de Vanessa, de la lealtad a prueba de bombas y la amistad de Víctor. Antes del periodismo. Una vida previa a descifrar que el amor también es compartir, todas las noches, una cobija en el invierno. Y, cómo pasar por alto, que todo ello ocurrió previamente al virus que nos hizo aprender a descifrar miradas.

Ese adolescente no lo supo —no había manera de saberlo—, pero aquel mediodía él inició un diálogo mientras se diluían los meses restantes de aquel siglo XX problemático y febril.

Ha llovido mucho desde entonces. Casi veinte años después, el adolescente convertido en hombre ha charlado con aquel cantautor quien, recargado en un muro y con guitarra en mano en aquel viejo videoclip, pregonaba a los transeúntes que se hallaba vencido por viejos fantasmas y nuevas rutinas. Nota aquí.



0 comentarios: