La última frontera
Sevilla, la Sevilla que tanto admiro, la ciudad andaluza a la que hace treinta años dediqué La piel del tambor y El oro del rey, no es lo que fue. Sigue siendo un lugar bellísimo, y pasear por ella me llena de optimismo el corazón y la cabeza; pero el turismo descontrolado que inunda Europa, las masas de gente que bloquean cada espacio, cada calle, cada rincón, ponen difícil mantener intactos los viejos afectos. Si esto fuera simple percepción mía, no tendría mayor importancia, atribuible sólo a la natural melancolía de quienes viven lo suficiente para asistir al ocaso y desaparición de personas y lugares que amaron. Nada fuera de lo común en la historia de la Humanidad. Pero son los propios sevillanos, los de toda la vida y los de ahora, quienes sienten lo mismo. Acabo de pasar allí unos días, como hago de vez en cuando, y he hablado con mis amigos y conocidos. Es cierto que esa clase de turismo beneficia económicamente a la ciudad, al menos de forma inmediata, como ocurre con otras en España y Europa: Lisboa, Venecia, París, Atenas… Pero las transformaciones que el fenómeno impone, la reconversión de lo propio y tradicional para adaptarse a las exigencias de masas de visitantes matan esencias e igualan lugares: las mismas tiendas, los mismos sitios para comer, la misma gente en todas partes. Ni la belleza ni el carácter de una ciudad pueden sobrevivir a cinco, diez o veinte mil turistas volcados sobre ella cada día desde trenes, aeropuertos y cruceros.
Por suerte aún quedan fronteras. Confines en retroceso, cierto, pero donde aún es posible percibir la vieja melodía del tiempo hermoso. Ocurre en Nápoles, por ejemplo, tal vez mi otra ciudad europea más querida. Los viejos límites de una ciudad antigua, caótica y peligrosa retroceden desde hace años, a medida que un turismo antes inexistente se adueña de la ciudad. Los habitantes del Barrio Español, donde te internabas tras dejar reloj y cartera en el hotel y vigilando a cada paso por encima del hombro, han descubierto que robar a los turistas es menos rentable que darles de comer; así que olvidan las viejas y bonitas costumbres, y en las calles altas antaño desiertas, cada vez más arriba, menudean las Antica trattoria Gennaro y las Vecchia Pizzeria zia Luzía. Son los tiempos, claro, las nuevas costumbres; aunque en Nápoles, como en casi todas partes, aún quedan lugares, rincones sin colonizar, refugios para los cabrones asociales, reaccionarios, viejunos o como quieran ustedes llamarlos, que no conseguimos adaptarnos a eso. Si uno se busca la vida con paciencia y salivilla, siempre los encuentra. Y los disfruta todavía, antes de que llegue el diablo y nos lleve a todos.
También en Sevilla quedan fronteras de ésas. En retroceso, pero quedan. Hay zonas, barrios, lugares, perdidos para siempre: pero en otros, si uno presta atención, aún es posible percibir lo que Antonio Burgos clavó, magistral, en pocas líneas:
—¿No hueles los jazmines?
—¿Qué jazmines, si no hay?
—Los que estaban aquí antiguamente
Acabo de estar en una de esas fronteras sevillanas donde aún huelen los jazmines. O para ser exactos, los claveles. En la plaza de los Terceros, pegado a la librería de segunda mano, Santi, el dueño de la vieja taberna —su madre se sienta puntual cada mañana en una mesa junto a la barra— me pone una manzanilla de Sanlúcar y unas espinacas con garbanzos, y comentamos, como de costumbre, las cosas de la vida. Aquello todavía es Sevilla de verdad, con un clásico matrimonio de edad —encorbatado él, arreglada ella— que toma el aperitivo, dos vecinos que hablan de fútbol, tres funcionarias de algo cercano y un guiri rubio, despistado, solitario, que sonríe a todo el mundo. Nota aquí.
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