domingo, agosto 02, 2020

Rodolfo Serrano

El fin del verano

Todo acababa entonces con el fin del verano.
Era un nuevo principio, la ceniza apagada
que traía las horas oscuras del otoño.
Se nos iban los días tras el monte lejano.
Y en la estación -hoy muerta- aún paraban los trenes.

Dulces, dulces veranos en el estanque verde,
la huerta de Machaca y los tomates rojos.
Y por el arroiyo, al sopor de la siesta,
el deseo y la fiebre, igual que lagartijas,
corrían por la piel de doradas muchachas.

Años de la inocencia, de la carne entrevista
entre los verdes juncos, la primera caricia
y ese tierno dolor del amor que empezaba
a cambiar nuestros cuerpos en la tarde caliente.

Todo acababa entonces y todo era el comienzo.
Las primeras cervezas, el primer cigarrillo,
las noches en la plaza bajo un cielo imposible,
y las gentes sentadas al fresco en sillas bajas.
Los amigos por siempre y el placer descubierto
en una piel extraña que nos llevaba al cielo.

Y los besos de azúcar y la dulce tibieza 
de una mano buscando el angustioso roce
de otra mano en lo oscuro, de unos nuevos pecados,
de la gloria anhelada y el misterio de un cuerpo
en el que descubrimos los puntos cardinales.

Mas terminaba todo, cuando agosto dejaba
la quietud de las eras, los dorados rastrojos, 
el secarral del campo de retama y cigarras.
En la vieja estación no paraban los trenes.
Y nosotros dejamos para siempre enterrada
la niñez en las huertas y en aquellas muchachas
que nos hicieron hombres sin nosotros saberlo.



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