domingo, octubre 13, 2024

Manuel Vicent

 Sorolla, la luz como placer

Franco y yo llegamos a Valencia el mismo día. Yo sabía que aquel mar era el que había pintado Sorolla

Hace ya muchos años Franco y yo llegamos a Valencia el mismo día, un 9 de octubre, festividad de san Dionís, patrón de los pasteleros. Al parecer el dictador venía para tomarse una paella a bordo del portaaviones Coral Sea de la Vl Flota norteamericana, fondeado en aguas de la Malvarrosa, el primer navío de guerra que se paseaba por los mares de España después de la firma de las Bases, y yo llegaba desde el pueblo a la ciudad con una maleta en la mano para estudiar el preuniversitario. Al atravesar la huerta de Alboraya, los vagones de aquel tren borreguero se habían llenado de perfumes agrícolas y por las ventanillas se veían rocines arando y labradores encorvados sobre los surcos creados a tiralíneas. Era el espacio literario de La barraca, de Blasco Ibáñez.

A la altura del Cabanyal el paisaje había comenzado a llenarse de tapias y escombreras; el tren se abría paso con lentitud entre fachadas sucias con mucha ropa tendida en las ventanas. Yo sabía que detrás de aquellos barracones de pescadores estaba el mar y aquel mar era el que había pintado Sorolla. En el paso a nivel del Camino de Tránsitos esperaba la gente detrás de la barrera con bicicletas, motos, camiones y otros carromatos, todo ruidoso y polvoriento. Muy pronto bajo el asiento de madera sentí que las vías comenzaron a dividirse y a multiplicarse con cada golpe de las agujas que sacudían los vagones. Esta vez también me había parecido que las ruedas discurrían por aquella trama de rieles, guiadas por un instinto que las hacía llegar de forma inexorable al andén preciso y necesario, siendo el maquinista probablemente el primer sorprendido. Después de tantos años ignoro si en aquella trama de raíles estaba mi destino. Todo iría bien si acertaba con la vía que me llevara a realizar los sueños que transportaba en la maleta. La estación del Norte, infestada de policías secretas, aún olía a humo y carbonilla de posguerra. Los pasajeros, gente en general derrotada, con la mirada baja, llevaban el miedo guardado en el bolsillo.

Instalado en un colegio mayor en Valencia, un día fui por primera vez al Cabanyal en un tranvía que tenía la parada en la Glorieta y me apeé frente al derruido balneario de Las Arenas. En aquella Valencia de los años cincuenta del siglo pasado, aplastada por la dictadura, ese viaje a pegarse un baño en el mar era como una batalla que se libraba entre la represión política y la audacia de los sentidos que habían comenzado a reventar por las costuras. El placer estaba a punto de convertirse en un arma de combate por la libertad.

A finales del siglo XIX estos poblados marítimos estaban unidos a las colonias veraniegas que los burgueses de Valencia habían establecido en las playas, y allí se juntaban con los pescadores de vid aperreada que sirvieron de modelos a Sorolla para sus cuadros de mar, a los que debe lo principal de su estética. Desde el balneario de las Arenas donde permanecía todavía un pabellón de baños en forma de Partenón pintado de azul y una famosa piscina, comencé a caminar por la orilla hasta llegar a la playa de la Malvarrosa, donde la casa de Blasco Ibáñez en estado de ruina sin puertas ni ventanas estaba a merced de los pájaros y murciélagos que entraban y salían. Las pasiones que el escritor había descrito en su novela Flor de mayo estaban sumergidas en mi memoria. También estaba sumergida toda la pintura de Sorolla. Cuadros de bueyes tirando de las barcas con los marineros sentados en el testuz, las velas desplegadas de color mostaza, los niños desnudos dentro del agua hasta donde llegaba la pincelada para captar la luz del sol sobre la piel iridiscente, las pescadoras vestidas de blanco con su mirada muy dura hacía el horizonte, los burgueses con las chaquetas de pijama en sus mecedoras, los marineros en las tabernas silenciosos o contando aventuras y desgracias. Aquel mundo de Sorolla y de Blasco Ibáñez con tanta luz restallante, con tanto sudor, con tanta felicidad envuelta en blasfemias, había desaparecido.

En la plaza de Tetuán, junto a la glorieta donde hace tantos años tomé aquel tranvía que me llevó al mar de Sorolla, se levanta el edificio de Bancaja, cuya fundación cultural acaba de inaugurar una exposición de más de cien cuadros del pintor. He tenido el privilegio de poner las palabras como soporte a sus imágenes. Sorolla pertenece al inconsciente colectivo de los valencianos, el sustrato de su luz forma parte de la lucha contra el oleaje de pasiones que golpea el espíritu. Sentado en un banco de la glorieta me vino a la memoria aquel lejano día en que llegué a Valencia con la imaginación llena de sueños. La pintura de Sorolla en el mar de Valencia era esa dicha que había que conquistar. Las campanas del Miguelete volteaban a gloria en honor a Franco que acababa de llegar a la ciudad. Vi pasar su caravana de coches blindados desde una acera de Colón con la maleta en la mano entre el gentío que aplaudía al dictador. Han pasado muchos años. Nota aquí.



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