martes, febrero 18, 2025

Joaquín Sabina

 "Física y química", de Joaquín Sabina

No sé quién se dejó el disco en casa. Cuando digo disco no me refiero literalmente a un disco sino un cassette, lado A y lado B, la cinta magnética que se usaba entre los años ’70 y los ’90 para escuchar discos. No había muchos cassettes en casa, ni se escuchaban discos. No recuerdo una vez en toda mi vida en la que mi mamá le haya dicho a mi papá: poné música Edmundo o viceversa. En general en mi casa no había discos o cassettes como tampoco había, por ejemplo, una biblioteca. No que fuéramos especialmente burros, sino que en esos años, los convulsos ’90, en el pueblo en la provincia de Buenos Aires en donde crecí, pues no más no había lugar para las cosas del espíritu. Más de la mitad del país vivía en la pobreza y nosotros, mi familia y yo, estábamos en el borde. No recuerdo sino que más bien me imagino: Una muchacha atormentada, sin plata para nada, el buzo gris de mi papá que me quedaba enorme, dos días sin pisar la ducha y las piernas colgando del reposabrazos algo vencido del sillón.

Encontré el cassette entre el puñadito que descansaba al lado del minicomponente. Mi papá los acomodaba todos en una casetera percudida que tenía de cuando él era estudiante. Este estaba suelto sobre la mesita, cosa rara, porque en la casetera sobraba espacio. Física y química, Joaquín Sabina. Me imagino que le di play más bien queriendo bailar, dar saltitos graciosos, hacer como hacian mis amigas adolescentes y abstraerme de los cortes de luz y los días sin pisar la escuela. Fingir mientras escuchaba boleros que era una bailarina elegante de la que los chicos se enamoraban. En cambio, me encontré con la voz tomada por el tabaco de un extranjero más bien grande, que hablaba de los argentinos como si nos conociera. Joaquín Sabina ordenaba una frase ingeniosa detrás de la otra con pasmosa precisión y, cuando quería, rompía el patrón que él mismo establecía.

En casa se intentaba mantener ciertos rituales. Todos los domingos se compraba Clarín porque venía con la revista Viva, nos íbamos de vacaciones aunque fuese en marzo a un departamento prestado y mi mamá nos mandaba a clases particulares de inglés a mí y mis hermanos. Pero cuando nos sentábamos a comer se hablaba de plata y a mi papá se le arrugaba la cara. Estaba en juego que yo, la mayor de tres, pudiera estudiar y tener una carrera. Estaba aterrada pero mi mamá insistía en que no me preocupe, que ella y mi papá iban a encontrar la manera. Cuando apareció Física y química rondando por el living de mi casa dejé la pose de chica triste que languidecía como en un cuento de Mariana Enriquez. Fue como si me hubiesen levantado de ahí en un taxi para llevarme directo al Aeropuerto Internacional de Ezeiza.

Eso no me lo necesito imaginar porque lo recuerdo: escuché ese único cassette horas, días. Esperaba con ansiedad los ratos en los que me quedaba sola para ponerlo a todo lo que daba y cantar desbocada mientras actuaba las letras. Un piano de cola y una barra, a veces una escalera de madera lustrosa, a veces un ascensor espejado en un rascacielos, y un señor y una mujer siempre más grandes, subiendo despacio hacia una habitación que todavía no se abría para mí. Recuerdo hacer avanzar y retroceder la cinta para dar con las canciones que prefería, hasta que la práctica había sido tanta que lograba hacerlo al primer intento. Recuerdo el sentimiento de encontrar algo en mi casa que no era de todos sino que, como no era de nadie, podía reclamar como propio en una casa en la compartíamos hasta las toallas. Un hueco en el que no entraba el ruido de la crisis y la amenaza de que no pudiera estudiar. Nota aquí.




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