sábado, mayo 03, 2025

Antonio López

 “Madrid se ha pintado poco y tarde”

Es el gran pintor de Madrid. Nos citamos con él en su estudio del distrito de Chamartín para hablar de una urbe que ha pisado tanto como ha pintado, desde la humanidad de su extrarradio hasta la irrealidad que exuda la Gran Vía.

Los balcones han sido una revelación iniciática en el caso de Antonio López (Tomelloso, 89 años). Plantarse en las aceras, una declaración de intenciones. Con las ventanas abiertas de su casa de infancia manchega comenzó a intuir que le atraía el exterior de sí mismo más que las tribulaciones interiores para pintarlo desde cierta altura. Lo hizo primero en su pueblo natal, con un primer cuadro de la calle de Carboneros, que aún conserva y del cual no se va a deshacer nunca, dice, “si es posible…”. Después continuó esa senda como estudiante en la pensión madrileña de la calle de la Independencia que daba directamente a la plaza de Isabel II, en Madrid, cuando se trasladó a la capital para estudiar Bellas Artes. Pronto quiso bajar con el caballete y los pinceles al asfalto. Pisarlo, mirar desde allí, dejarse empapar por el aire, aunque estuviera contaminado y por el milagro de los enigmas de una luz tan esquiva como cambiante.

Lo hizo a conciencia y pronto. “Tuve la suerte de intuir cuáles eran mis temas como artista desde muy joven. Y, aparte del cuerpo humano, el hombre, la mujer, los niños, los árboles, las flores, uno fundamental era la vivienda y, otro, la ciudad”.

A partir de ahí, la quiso captar de manera obsesiva. Primero Tomelloso, después Madrid. Hoy es, sin duda, el pintor de la capital, su cronista en imágenes plásticas, su mejor aliado en los lienzos, el amante en color que la urbe anduvo esperando largo tiempo. Quien más a fondo la conoce, el que con más mimo la ha tratado. “Es una ciudad con un riquísimo contenido, el de su gente, pero una digna modestia”, asegura.

Lo dice en la casa donde habita con estudio cercano a Chamartín, empapados los membrillos —sobre todo el que retratara en su película Víctor Erice—, los limoneros y olivos en su jardín, un día de abril con lluvia. Allí sabe guiarnos entre un laberinto de telas, escayolas, pinceles secos que apuntan al cielo, espátulas cansadas y caballetes expectantes siempre de servicio, trazos verdosos en el suelo para delimitar su posición correcta a la hora de pintar y rayas en la pared a la altura de sus ojos para marcarle sin tregua la perspectiva. Él nos recibe ataviado con su atuendo marcado a borbotones discretos de pintura, la mirada fija y las palabras exactas para expresar la concreción de lo que persigue y la mística del oficio que guía sus manos.

“Madrid se ha pintado poco y tarde”, a su juicio. España, como tema de paisaje, también. Eso, para él, lejos de ser un inconveniente, ha supuesto su principal ventaja. Tenía todo el carril para explorarlo a fondo. Un maestro precedente al respecto fue Aureliano de Beruete (Madrid, 1845-1912), dice López, aunque en otros lugares del país también destacaran figuras como Sorolla o su tío, Antonio López Torres, quien lo inició a él en el arte desde niño.

Hacerlo como se debe, según el creador, es decir, al natural, a campo abierto, in situ, se terciaba imposible antes de los impresionistas. “No se habían inventado los tubos y no podías trasladar nada a ninguna parte”. Pero aquel arrojo duró poco. “Luego vino la modernidad y la vanguardia con sus nuevos lenguajes y, entre ellos, no estaba el paisaje ni la naturaleza”. Aun así, Madrid no tuvo antes esos pintores que emularan el impulso de otros maestros del norte de Europa, como Durero, su primer gran referente en ese sentido; los hermanos Van Eyck, Vermeer y sus vistas de Delft o, ya en el sur, Canaletto entregado a Venecia.

Como López es hijo del eclecticismo y lo disfruta, se ha convertido en el gran paisajista urbano de nuestro tiempo a placer. Para eso tuvo que vencer desde muy temprano cierta timidez a plantarse con toda la parafernalia de un pintor en la calle: “Es que resulta violento”, admite. Lo fue cuando comenzó a concebir el ya legendario cuadro de la Gran Vía en el cruce con Alcalá. Lo empezó en 1974. “Vivía Franco”, recuerda. Y lo terminó en 1981. Es, por tanto, quizás, la obra maestra en silencio y con las aceras vacías de la transición democrática. Una metáfora de aquella tensión expectante acaso sin que él lo pretendiera. No le costó encontrar la mejor perspectiva, aquella isleta en la intercesión de ambas avenidas: “Se divisaba todo el comienzo de la Gran Vía de forma maravillosa, no había otro sitio, anduve merodeando, encontré la forma de colocarme, a lo mejor no siempre lo consigues, pero creo que fue el punto exacto”.

Trabajó en verano, por las madrugadas. “Me cuesta levantarme temprano, pero me gustaba tanto la experiencia que hice ese esfuerzo. Había días que no era capaz de plantar el caballete y me volvía a casa. Me resultaba muy violento, lo era el hecho de estar allí, debía superar esa primera dificultad. Ahora, si lograba colocarme con la luz justa, me enganchaba y me quedaba atrapado por esa cosa tan extraordinaria, por el lugar, por esa calle con alturas parecidas, muy contaminada también”.

Ya nunca abandonó aquel lugar, quiso pintarlo de nuevo después desde el amanecer en altura y continuar hasta el atardecer en la plaza de España, donde le dejaron un balcón no muy alto en la Torre de Madrid. Allí captó el último rayo de sol. Siguió de este a oeste en siete cuadros con distintos ángulos de la Gran Vía en más series. Hoy continúa su experiencia en Callao con un nuevo intento, una nueva visión de su arteria obsesiva. “La Gran Vía es algo irreal, no una calle para vivir. Para mí representa un fenómeno de formas vistas desde arriba con la luz del verano, me impresiona mucho, se produce una sensación muy onírica, irreal. Voy a continuar estos próximos meses ahí, desde primeros de mayo hasta septiembre, ese es el tiempo ideal para abordar ese tema”, explica.

No rematará esta vez en la plaza de España. “Lo han cambiado ya y no puedo seguir. Muchas de las ideas que he empezado a elaborar sé que no las voy a continuar, cambian las cosas y cambias también tú. A mí me resulta muy fácil comenzar, pero me canso a veces porque no voy a encontrar modelo, porque me voy a aburrir, pero no me importa”.

Lo que sí terminará sin duda es su visión a 360 grados de la Puerta del Sol. “Es un tema que me ha interesado desde hace mucho tiempo, pero siempre que he empezado había obras. Mala suerte. Ahora han parado y, por fin, lo estoy pintando. Me coloqué en la mitad medida en pasos. En el punto exacto entre las calles de Carretas, Alcalá, Arenal y Mayor. Casi enfrente del edificio de la comunidad”. Nota aquí.





0 comentarios: