miércoles, enero 17, 2024

Manuel López Azorín

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Rafael Escobar Sánchez, uno de los poetas que organiza " Náufragos, cada año en Cuenca ( junto con José Ángel García García, Teresa Pacheco Iniesta y Francisco Mora, que el próximo día 15, a las 19,00 horas, estarán en el Café Comercial, leyendo su poesía. Os animo a acudir a ecucharles), Rafael Escobar escribió esta reseña de mi libro:
BALUARTES Y VIOLINES de Manuel López Azorín (Ed. Lastura, 2023).
Tan solo con leer la dedicatoria del libro, repuntan dos cualidades esenciales del Manuel poeta y hombre: la extrema sensibilidad empática con los que sufren y su humildad en citas que rehúyen la tentación culturalista para reivindicar lo medular del oficio a través de los clásicos (especialmente, es un placer encontrarse con una cita de un texto tan emotivo, y tan desgarrador en su sencillez, como las “barquillas” de Lope).
No menos significativo es su “introito”, revelador de una lírica indisociable del vivir, que ni teme ni rehúye el dolor (aunque se esfuerce en revertirlo en serenidad y esperanza) y al contrario lo afronta con una decisión casi subversiva que posibilita denominar al poema “grito”, y que la acepta como un oficio cuya estética nace del esfuerzo.
Con Paz (y el catálogo de autores para reafirmar esa idea podría abarcar desde Luis Eduardo Aute a José Ángel Valente), se reivindica el amor, apuntalado en vivencias de recuerdo indeleble (como la boda que derrama su pureza en los versos de “Hubo que adelantarla…”) que no salva pero consuela, y al erradicar el miedo, permite vivir de manera gozosa y literal. Resulta significativo que se cite el término “justicia” defendiendo que toda miseria, por honda que sea, merece ser redimida y por tanto todo ser se convierte, como en la canción de Silvio, en destinatario legítimo del amor.
Ocupa muchos y muy emocionantes versos el “anatema” contra el citado miedo, que puede gobernarnos como un tirano (“Se mueve con nosotros…”), que distorsiona nuestros circuitos psicológicos (y hasta físicos… no en vano se utiliza el término “somatizar”) y convierte la claridad del razonamiento en círculos viciosos tan obsesivos como inútiles, que nos envenena con sus fantasmagorías huecas, que nos agrede con un tiempo malinterpretado porque se calle que el pasado y el futuro no existen y solo nos atañe un presente inacabable que es la posibilidad de todo gozo. La intensidad de esa lucha posibilita la definición que hace Félix Maraña de sus poemas como “endechas dirigidas a la curación interior” y el poemario completo como un “manual de pedagogía vital”. Se advierte contra el temor que degenera hasta ser una muerte previsora y se reivindica la dignidad del dolor que se calla pero va tejiendo en esa discreción su manera de redimirse con el auxilio de la palabra (“El dolor verdadero no hace ruido…”).
Dicha palabra se celebra en su potencial salvífico (La palabra es la voz/el agua que nos sacia de la sed/la materia que salva,/la que sirve de enlace entre el alma y las cosas), ojo que observa y mano entregada a la vez, hogar simultáneo del conocimiento y la redención.
El amor, del que se canta esa paradoja cernudiana de la cárcel que libera (“Me siento prisionero…”) y la humildad se convierten en una pulsión indistinguible en cuanto los rastros supervivientes del primero se ocultan entre una oscuridad de esencia tan inadvertida que podría pasar por dolor (En la oquedad que guardan la soledad y el hielo,/veo signos de vida,/se yerguen, danzas tímidas,/simientes de mañana). Como parte de esa modestia, el “fuerte” solo lo es en apariencia pero acepta su rol por generosidad asumiendo el riesgo de que su propio desgarro pase inadvertido (qué pertinente y hermoso es el verso de Rafal Soler sobre la discreción del “cuidador”).
Lo que podría resultar más prototípicamente elegíaco no degenera en angustia porque el tiempo se ha ensanchado con la convicción ilusionante con que se afronta (Tal vez los días/sean perecederos./Sí, mas no importa./Ahora la pasión/embriaga mis sentidos y mi sangre). También porque la serenidad aprendida ante el tiempo se combina con la expectación ilusionante de si existirá “otra más alta vida” (en palabras de Gamoneda) tras esta que a menudo nos hiere (“Suspiraban los árboles al final del verano…”)o con el “eterno retorno” que ejemplifica la naturaleza (en el magnífico soneto sobre los chopos) y con esa sensación de que cada hombre es todos los de la historia y su consecuente relativización de la muerte (“Este libro ya no es viejo…”) que también le permite, aparte de por el tratamiento de cuestiones universales, de calificar de “viejo” a su propio libro aunque sea el más reciente.
Apunta en ocasiones un tono reivindicativo pero no con una intención pedagógica ni ideológica y menos aún de “panfletarismo”. La apelación a la mujer en “Saca tu manto de esperanza…” es más de tipo general y humano, incitación a la libertad y la felicidad, más que propiamente “feminista” (el ecologismo parece más explícito en el poema sobre la rosa que citamos a continuación). También es singular cierto “neoplatonismo” en “¿De qué te sirve la rosa…”, donde la flor no es tanto testimonio de lo divino o espiritual sino de un brillo que reside dentro de nosotros mismos y que esa naturaleza invita a descubrir para que luego germine con placer indiscriminado. Igualmente, es continuo un rechazo de la abstracción o la ambición de convertir la vida en pulso hacia grandes conquistas materiales o intelectuales para, como en una oda nerudiana, paladear la totalidad en los detalles de la vida cotidiana (Tan solo nuestros ojos disfrutan de su hermosura/del aliento, el perfume, de la luz de la rosa/y de cosas sencillas, cotidianas:/ver un amanecer, sonreír, dar las gracias,/escuchar lo que cuentas…/un gráfico de penas y alegrías,/no existe nada más, así es la vida).
En cuanto al estilo del poemario, es constante el uso de la simbología. Desde los dos elementos que dan título al libro (Maraña define certeramente esos “baluartes” como no fortalezas inexpugnables sino casas con interiores, donde la palabra conduce la electricidad moral que alumbra a sus moradores en la lucha entre luz y sombras), el motivo de la casa y su aproximación al sólido cimiento de consuelo que nos aguarda en la palabra o las aves como heraldos de una espiritualidad que a la vez que las eleva tiernamente las hiere (Llegan aves heridas/por las íntimas luces de regiones secretas/se desorilla el día en finos hilos,/hebras deslavazadas). El vestido parece aludir a una identidad que se dañó pero puede ser rehabilitada con su terca fe en la esperanza y el talento para reinventarnos hasta que se convierta en una costura indistinguible de la piel. El soneto se utiliza como estrofa de remate de cada una de las tres secciones del libro, convirtiéndose a la vez en un hilo de cohesión estructural y en síntesis de las enseñanzas vitales apresadas en la meditación y el oficio de expresarlas.
Repunta una ambigüedad espontánea en textos de tono apelativo tejido, como en “Como se renace de nuevo…” entre el temor de no ser escuchado ni comprendido, que podrían aplicarse tanto al amor como a la poesía (… o a la propia vida) y por tanto tener a la vez destinatarios humanos o abstractos, como en “Años llevo mirándote a los ojos…” o “Te hablaría de Heráclito…”, sobre la cerrazón a la esperanza, solo conjurable con una sugestión para la serenidad como la que describe justo el siguiente poema, que podría ser de la propia esperanza o de un lector desconsolado.
Pueden encontrarse intertextualidades que nos llevan a Claudio Rodríguez (una “recurrencia” más afectiva que literaria en la obra de Manuel), San Juan de la Cruz, Juan Ramón Jiménez o el Romancero Viejo (en el poema en que afirma sentirse como aquel que escuchaba el dulce canto/del ave que matara un ballestero). Y repunta continuamente un intenso sensorialismo, más explícito en poemas próximos a una delicada poesía erótica (“Deseos recorren mis sentidos…”) que no solo es un recurso de estilo sino que sirve también para afianzar las ideas sobre la serenidad y el goce implícito en saber valorar lo más cotidiano que son recurrentes en el libro. Incluso las “atmósferas” otoñales (“Por el cielo de otoño, noche oscura…”) se ligan más a un conformismo existencial de corte guilleniano que al sufrimiento, al igual que las relacionadas con el silencio y la quietud (“Silencio amurallado…”).
En conjunto, quizá estemos ante uno de los libros más reveladores de su personalidad y de su manera de trabajar y afrontar la escritura de toda la trayectoria de Manuel. Sencillo pero hondo, siempre atento a una apelación a lo que sobrevive íntegro en nosotros a pesar del desahucio del tiempo que no necesita para él mismo, inclinado a la luz por vocación y propia esencia, sino para todos los que a su alrededor nos mostramos a menudo rotos o dubitativos de nuestra propia energía para resistir. Y ahí radica la grandeza de su regalo escrito y su persona. En la de ser una conciencia perpetuamente encendida, velando como un amor responsable, de la fragilidad que le rodea.



1 comentarios:

blog del poeta Manuel López Azorín dijo...

Bueno, bueno, bueno! Vaya sorpresa, amigo te quedo muy agradecido por la difusión
y te mando desde Madrid un gran abrazo.