miércoles, mayo 14, 2025

Martín Caparrós

 Guerrillero, rehén, presidente, filósofo: la vida inmensa de Pepe Mujica

¿Por qué, en un mundo que desprecia a los políticos, tantos lo apreciaban? ¿Quizá porque hablaba un idioma que parecía nuestro idioma?

¿Por que lo respetábamos? ¿Por qué le creíamos? ¿Por qué lo escuchamos tantas veces con ese agüita en el repulgue de los ojos? ¿Qué tenía ese señor lleno de arrugas, el bigotito gris, los pelos y la barba mal cortados, la panza desbordada, las ojeras, la cara de yo no fui pero si les contara, la boina que le debía más al peón de campo que a cualquier Guevara? ¿Por qué, en un mundo que desprecia a los políticos, tantos lo apreciaban? ¿Quizá porque hablaba un idioma que parecía nuestro idioma? ¿Quizá porque guardaba convicciones que tantos han perdido? ¿Quizá porque decía lo que los otros callan? ¿O sería porque sus cuatro vidas tuvieron una coherencia que muy pocas tienen?

La primera vida de José Alberto Mujica Cordano empezó en Montevideo el 20 de mayo de 1935. Su padre era un señor con tierras que se las arregló para perderlas y morirse antes de que él cumpliera siete años; lo crió su madre, chacarera laboriosa, hija de un inmigrante ―un inmigrante― italiano tan chacarero y laborioso como ella. José empezó a ayudarlos muy chiquito; le gustaba leer pero le gustaba más la tierra que el colegio. La facultad le pareció demasiado y la dejó temprano; mientras tanto, militaba en intentos diversos: desde un grupo anarquista hasta el partido Blanco, la tradición nacionalista de Uruguay. Como dirigente de su juventud viajó en 1960 a La Habana, donde escuchó al argentino Guevara, ideal-tipo del guerrillero latinoamericano, que les pedía que aprendieran en la “extraordinaria universidad de la experiencia y el contacto vivo con el pueblo, con sus necesidades y sus anhelos”. Mujica seguía buscando su lugar. Años después, ya cumplidos sus treinta, se incorporó al Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros, un grupo muy reciente que tomaba su nombre de Tupac Amaru, el líder y mártir de una revuelta inca de fines del siglo XVIII.

Tupamaros era un partido de izquierda armada en unos años en que cada país ñamericano los tenía: su diferencia fue que desecharon el modelo cubano de pelear en la selva o la sierra –en Uruguay no había– y prefirieron la ciudad. Al principio se dedicaron a “expropiar” armas y dineros; medio siglo después, en el documental que le hizo Kusturica, Mujica todavía insistía en que hay pocos crímenes peores que fundar un banco ―“ganar plata con la plata de otros es como un destilado, la quintaesencia del capitalismo”― y que es “la cosa más linda entrar a un banco con una 45 en la mano: todo el mundo te respeta”, decía y se reía, socarrón. Los tupamaros lo hacían sin mucho arte ni preparación: en uno de sus primeros intentos, la “expropiación” de una empresa textil, Mujica cayó preso. La policía buscaba a un tal “Facundo”, militante de los más temidos, pero no sabían que era él, así que pudo pasar por un ladrón común y le dieron ocho meses de cárcel; su madre sufrió mucho cuando se enteró de que su hijo le había salido delincuente.

Ya en libertad, Facundo entró en la dirección de los “Tupas”, que trataban de consolidarse como una organización armada amable, que daba golpes imaginativos, violentos pero lo menos violentos que pudieran: tras asaltar una empresa denunciaban sus fraudes, secuestraban diplomáticos “imperialistas” para pedir rescates, repartían el producto de sus robos en los barrios pobres.

El 8 de octubre de 1969, para subrayar el segundo aniversario de la ejecución de Ernesto Guevara en Bolivia, decidieron tomar la ciudad de Pando, 15.000 habitantes a 30 kilómetros de Montevideo. Los guerrilleros –Facundo entre ellos– llegaron en un falso cortejo fúnebre y ocuparon la comisaría, el cuartel de bomberos, la oficina de teléfonos, varios bancos, y se apropiaron de armas y dineros, pero en la respuesta policial murieron un agente, un civil y tres militantes –y varios más fueron detenidos en los días siguientes.

Meses después, una tarde de mayo de 1970, Facundo tomaba una cerveza con otros dos hombres en un bar del centro de Montevideo; se ha dicho que venían de una acción armada. Cuando entraron varios policías y les pidieron sus papeles, Facundo les contestó con su pistola: “Estos son mis papeles”, dicen que dijo, altivo, disparando. Hirió a uno, lo hirieron, intentó escapar; ya caído en la calle las fuerzas del orden le metieron cinco tiros más: agonizaba. Pero lo llevaron, pese a todo, a un hospital donde un cirujano simpatizante de la causa lo salvó. Se acababa su primera vida. Nota aquí.




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