Regreso al Café Comercial
Empujabas la puerta del Café Comercial y entrabas en el humo de otra vida, en una calidad de sorbos escanciados en la fiebre de mármol de las mesas. A través de las amplias cristaleras, uno se sentaba en un rincón y era fácil decir: aquí está mi sitio, éste es mi alimento. Abrías el libro, pedías un café o una cerveza, y las horas ganaban una corporeidad vertida adentro, una especie de sobria infinitud que te hacía levantar alguna vez la vista de las páginas para mirar más lejos, más allá de las mesas o de las chaquetas blancas de los camareros, más allá del olor a chocolate con churros, más allá del bullicio de periodistas jóvenes en busca de su primera oportunidad para conquistar Madrid. Porque en el Café Comercial no estabas solo: estaba allí, contigo, Valle-Inclán, como estaba Galdós, sentado al fondo, reescribiendo cuartillas sobre nuestro espejo infinito de garrotazo en la mesa y temblor de gaznate, en esa desolación de atardecer crepitante. Crónica aquí.
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