lunes, abril 13, 2020

Joaquín Pérez Azaústre

Luis Eduardo Aute

Recuerdo de un hombre orquesta del arte, de sus canciones, que son briznas de espíritu.

En medio de este desastre, Aute muere para seguir viviendo. Fue en ese cine, te acuerdas, en una mañana al este del Edén. Culturalismo lento y emoción, una delicadeza con labios de papel. Un tipo que se plantaba en mitad del escenario, se sentaba en un taburete, comenzaba a cantar y nadie se movía. En el Gran Teatro de Córdoba: pudo ser en el 97 o en el 98 la primera vez que lo vimos en directo. El público era un mosaico de edades inconexas y miradas calientes que en cualquier otro momento o tesitura no habrían compartido las mismas butacas; pero allí estábamos, unidos por las letras de Luis Eduardo Aute. Por sus letras y por su presencia, por esa imantación que estaba ahí y te atraía de frente, porque te hacía pensar que ese hombre te estaba hablando a ti, porque en cada canción te retrataba un rato de tu historia. Desde el principio fue, y me refiero al efecto de su mundo, algo opuesto a Sabina: porque Sabina te cuenta su corte de los milagros de existir, con un imaginario que va desde Chavela a la noche infernal e interminable de los muslos abiertos, meretrices con pinta de princesas y al revés, o que al final resultan serlo, historias de asaltantes que al final firman pactos a punta de navaja como los caballeros en los desiertos blancos con una arena pálida de excesos, los peces de ciudad que ahora discurren por la calle Melancolía, el whisky del recuerdo y de la huida, todas esas mujeres que al final son la misma y, sin embargo, esa épica del hombre avejentado que aún se siente vivo y que cabalga sobre su juventud por locales de todos los países, entre labios ardientes. Eso es o puede ser Sabina, entre muchos otros perfiles que se superponen, contradictorios y muy libres, que también tiene vértices de acceso y el otro día salió a aplaudir a su balcón en Tirso de Molina, en pijama y con gesto de sol de invernadero. Nota aquí.


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