domingo, julio 12, 2020

Rodolfo Serrano

Viejos amigos

Llegó el primero como era su costumbre.
Y se sentó en la misma mesa, a la derecha. 
Pidió el trago que siempre le servían,
y esperó a que ella apareciera,
lo mismo que mil tardes semejantes.

Los días pueden ser maravillosos,
cuando el tiempo es espera de la dicha. 
Y las citas son igual que la primera
promesa de un amor adolescente. 
El paraíso puede estar en un rincón oscuro,
al fondo de algún bar, a la derecha.

En la mesa de siempre, cualquier tarde.
Y donde la manzana es una copa
de alcohol para matar viejos dolores.
Cuando llega, él sonríe y se levanta, 
luego le coge con ternura de la mano.

Se miran y apenas dicen algo. Una palabra.
Dejan pasar las horas y los sueños.
“Lloverá”, afirma. -¿Quién? No importa-
“Tormentas de verano. Cuatro gotas”.
Y vuelven a callar. La calle, fuera,
es un ascua de luz y de cansancio.

Hay un rumor lejano que adormece
sus almas y sus cuerpos. Y el deseo
de ser otra vez joven y morirse
por el cuerpo que hoy revive en sus miserias. 

Maldita sea esta vida en que la carne
no volverá a sentir el estremecimiento
que sólo la pasión concede un día. 
Se despiden, exactamente cuando
ha pasado hora y media. Cada uno
por un lado de la calle. “Adiós. Hasta 
el martes”. “Adiós, cuídate mucho”.

La ve marchar tropezando en las baldosas.
Suspira. Hubiera deseado
decirle -esta vez sí- que la quería. 
Y que adora ese cuerpo envejecido
tan añorado aún y deseado.

Que no quiere volver hasta la casa fría,
a la cena sin nadie y sin llamadas.
Tal vez mañana, se dice. Al fin y al cabo,
tenemos mucha vida por delante.


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