viernes, septiembre 25, 2020

Café Contado

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El sordo Carrizo era un bailarín estupendo. Ese dato para las milongas de Buenos Aires de la Década de Oro del Tango era irrelevante. Salvo un detalle claro. Que nadie sabía de su sordera. O al menos no permitía que lo supieran. El protagonista de hoy estaba tan disminuido de un sentido como desarrollados que tenía los demás. Y cuando olfateaba que podían descubrirlo piantaba para otra milonga. El sordo vivía en Banfield donde todos lo conocían. Frecuentaba el bar Sol de Mayo de la estación ferroviaria. Ahí, frente a la muchachada, se jactaba de sus embustes a los giles porteños. Jugaba de local en la planta alta de la confitería que daba frente a la Plaza. Pero esta historia sucede bien lejos. De visitante. Y por ese entonces, sin redes sociales, Banfield o Tierra del Fuego daba igual con respecto a la Capital. El sordo gustaba de “desafiar” a los petiteros con su discapacidad a cuesta. Y por unos cuantos meses se acodó en la Flor de Barracas. El yeite era sencillo. Ni bien salían las primeras parejas el abandonaba su silla para ensayar su cabezazo entrador. Al finalizar el tango mantenía una sugestiva presión sobre la mujer antes de soltarla para volver a su sitio. Su secreto ganador era ese segundo extra que sostenía el abrazo. No podía ser indiscreto. El detalle no pasaba desapercibido en el público masculino. Mucho menos en Barracas. Cuna del tango pendenciero y provocador. Tanto que la Flor era conocida como “La Puñalada”. Pasa que de tanto ir Carrizo había sucumbido ante una morocha, extendió su “temporada” más de la cuenta, y empezó a ser escudriñado por la runfla barrial. La mano se estaba poniendo espesa. Miradas de desagrado sobrevolaban el salón. Su amor por la morocha y las sospechas sobre él crecían a la par. Una noche mientras bailaban el último tango se fue formando un semicírculo camorrero a su alrededor. Con el do final Carrizo mantuvo su presión característica unos breves segundos más de manera desafiante. La morocha sorprendida creyó leer una propuesta y aprovechó para susurrarle un: te quiero. El sordo nunca se enteró. Tampoco volvió a verla. Porque jamás volvió a la Flor. 

Ilustración: @cantinilucio 



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