El bar del Vaticano
El Espíritu santo acaba yéndose muchas veces de la lengua (y eso que no tiene lengua), a poco que se descuide. Pero no seré yo quien descubra sus interiores.
Ochenta sellos de plomo,
del reverendo prudencio,
humano de tomo y lomo,
que custodia con aplomo
las verdades reveladas,
escasas y muy tasadas
en el bar del Vaticano,
donde no hay vermut Cinzano,
ni verdades cocinadas.
En la guerra entre fe y ciencia,
que se dirime ahora en Roma,
falta el punto, no la coma,
ni la inocente inocencia,
ni la dudosa conciencia
de los votantes togados.
Todos ya juramentados,
para no decir mentira,
ni mostrar gestos de ira,
ni descuidarse en pecados.
Putin, en la Rumanía
y Trump en el Vaticano,
ambos echan una mano,
porque nadie se confía;
Israel, de noche y día,
destruye a los palestinos,
aplasta vida y destinos
de un pueblo que llora o muere,
nadie escucha lo que quiere,
ya no hay magos ni adivinos.

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