viernes, diciembre 15, 2023

Rodolfo Serrano

 La herencia

Soy hijo de Marcelino, el albañil.
Mi padre
era un hombre callado y silencioso.
No tenía
nada cuando murió, ni tan siquiera
guardaba la memoria.
(Los dioses, sean malditos,
lo envolvieron en su olvido).
No he heredado sus manos, la habilidad gloriosa
de sus dedos haciendo en la madera
los juguetes
que no podía comprarnos,
revólveres, espadas, escudos de los sueños.
Sufrió como sufrían los gentes en la España
del miedo y de los golpes en la puerta.
Y siempre, no sé cómo,
puso el pan en la mesa.
Y la leña en la lumbre y el calor en sus manos
cuando, tierno y tranquilo,
en las noches de frío
nos rozaba la cara mientras llegaba el sueño.
Mi padre
vio morir a uno de sus hijos
(quizás el más amado)
y, más tarde, a su nieto.
Y supe entonces
cómo es el dolor que no tiene consuelo.
Terrible. Impronunciable.
Y, ya veis, desde entonces
las puertas de mi alma están cerradas.
Me quedé para siempre
el dolor de mi padre y su tristeza.
Mi padre está conmigo.
En la alta noche
los callos de sus manos me acarician.
Me traen hasta la cama
su espada de madera
que me defiende, firme,
de los heraldos negros
que me hieren
mi pobre corazón en donde habita su tristeza,
la que heredé yo entonces
y que ahora sólo es mía.
(Las puertas de mi casa se cerraron.
Su recuerdo las abre cada noche).
Foto de Raul Cancio.



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