Un recorrido por Glew, el paisaje suburbano que cautivó a Raúl Soldi y otros artistas
La localidad del sur del Gran Buenos Aires ofrece un circuito turístico, en el que sobresalen una sala con obras de la colección de obras del pintor, la capilla Santa Ana y el Museo de Cerámica Cosimo Manigrasso.
Además se puede visitar el Centro Cultural La Volanta y un almacén de ramos generales reconvertido en biblioteca pública.
Hace casi un siglo, cuando despuntaba como un joven de poco más de 20 años con serias aspiraciones artísticas, Raúl Soldi se plantó cara a cara con consagrados artistas de vanguardia de Alemania e Italia. Poco después, en la década del 30, acumuló valiosa experiencia como escenógrafo en Hollywood.
Esos viajes de aprendizaje a Europa y Estados Unidos definieron su estilo y cimentaron su reconocida carrera de artista plástico. Volvió a Buenos Aires, donde había nacido en 1905, y muy pronto descubrió en el paisaje de Glew el mejor lugar para disparar su mirada atenta y dar rienda a la inspiración.
Rumbo a ese extenso páramo, teñido de verde de punta a punta, cargó en tren y sulky su equipaje de andamios, escaleras, caballetes, pinceles, herramientas y pinturas, mientras imaginaba ese perturbador rincón bucólico intervenido por sus manos creativas más el aporte de algunos de sus amigos y colegas.
En definitiva, Soldi estaba decidido a establecer los cimientos de un destino de interés turístico y cultural floreciente en el partido de Almirante Brown.
Así, ese impulso irrefrenable llevó al pintor a adquirir el almacén de ramos generales del pueblo para transformar sus estantes en anaqueles que exhibieran más de 33 mil libros, una reconversión necesaria para que el antiguo boliche pasara a manos de la comunidad en 1970 y abrieran sus puertas las salas de lectura y de exposiciones de pinturas de la Biblioteca Popular Pablo Rojas Paz. Es el homenaje a la medida dispensado por Soldi al escritor y periodista tucumano que reflejó en sus textos la situación social de las poblaciones rurales.
Asimismo, frente a la estación del Ferrocarril, el Centro Cultural La Volanta es otro aporte de la familia Soldi, que cedió la casa en comodato con un fin benéfico. Allí se ofrece una amplia variedad de cursos y talleres, con el arte como denominador común.
En La Volanta, los visitantes pueden admirar el impecable estado de conservación del carruaje que utilizaba Soldi en estos pagos, la tranquera rescatada de la parada del tren del siglo XIX, dos serigrafías del pintor, arquitecto y dibujante marplatense Juan Carlos Castagnino y un colorido óleo del crédito local Jorge Aranda, nacido en Catriló (La Pampa) y “glewense por adopción” desde 1992.
La obra de este discípulo de Hermenegildo Sábat, repartida entre dibujos, pinturas y piezas en cerámica, se puede apreciar en toda su dimensión en El Palacio del Moro, el taller y jardín de Aranda ubicado a tres cuadras de La Volanta.
Más atrás en el tiempo, la paleta de colores de Raúl Soldi se nutrió de las tonalidades intensas de Glew cuando asomaba la década del '50.
El artista ponía pie por primera vez en rincón todavía desolado del Gran Buenos Aires y dejaba que su vista se regodeara con la proliferación de verdes, amarillos, azules, rojos y ocres que le dispensaban el módico conjunto urbano plantado en el inabarcable paisaje natural, el cielo amplio y los mágicos momentos en que el día despuntaba y se apagaba según los dictados del sol.
Glew y sus personajes cotidianos –gente humilde y de hábitos sencillos- resultaron una poderosa fuente de inspiración para el artista, que encontró el mejor escenario posible para expresar la admiración que sentía por su nuevo pago chico: las paredes blancas, despojadas de imágenes, de la parroquia Santa Ana, una pieza neoclásica con ladrillo a la vista, construida en 1905, el mismo año del nacimiento de Soldi.
El pintor se abrió paso entre los fieles que asistían a misa y entregó lo mejor de su repertorio para decorar los muros vacíos.
Durante 23 veranos entre 1953 y 1976, dio forma a una serie de óleos y murales que representan a Santa Ana y San Joaquín –los abuelos de Jesús–, enmarcados por enmarcados por esculturas de ángeles en sobrerrelieve, con un detalle por demás llamativo: cada uno de los doce dibujos incorpora elementos que indefectiblemente remiten al bucólico paisaje de Glew.
En “Quehaceres domésticos de Santa Ana y San Joaquín”, “Nacimiento de Jesús”, “María en su infancia”, “Ana en los cardos”, “Los esponsales” o “Visitación de María al templo”, los pasajes bíblicos conviven con molinos de viento, vacas y gallinas desperdigadas al pie de estilizados plátanos, palomas, furtas y empanadas. Incluso se alcanzan a reconocer el almacén que Soldi compró con la intención de transformar en la biblioteca para niños Pablo Paz Rojas y la casa de Vicenta de Calvo, la generosa donante del terreno donde fue levantada la iglesia.
“El maestro aplicó aquí las técnicas romana al seco –para la cual, por las noches humedecía la pared y marcaba los dibujos con punzones– y renacentista sobre revoque fresco”, explica la guía María Inés Campodónico, cuyo rostro resalta delante del altar, iluminado por la luz natural, un haz circular que se dispara desde el vitral del rosetón.
A cinco cuadras de allí, del otro lado de la vía del tren –una pieza fundamental en el desarrollo de Glew, la piedra basal del pueblo, desde el acontecimiento de la llegada de primer convoy arrastrado por una locomotora, en 1865–, la austera casita del artista cambió decididamente su fisonomía.
En 1982, doce años antes de su fallecimiento, Soldi quiso brindar un marco acorde a las piezas magistrales que concibió con una carga de afecto especial y transformó su vivienda en un luminoso espacio cultural. Se rehusó a vender cuarenta óleos, quince dibujos y cinco grabados de su colección personal y prefirió donarlos a la Fundación Soldi, con el único propósito de estrechar el vínculo del arte con la comunidad y, de paso, dejar un legado de gratitud a la sociedad local.
La huella de Soldi quedó indeleblemente impregnada en el alma de sus vecinos y colegas. Para la directora de la Fundación, la sala de exposición es una extensión de su vivienda familiar, ubicada a media cuadra. Ese sentido de pertenencia se nota a las claras cada vez que Zulema Ozón cruza la calle a las corridas para atender a algún visitante inoportuno que llega fuera de horario y conducir con el mejor ánimo el recorrido guiado.
La mujer reparte su contagiosa pasión por el arte con las clases de teatro que dirige en la Fundación.
Los 400 alumnos y seis profesores formados aquí tienen el privilegio de dar rienda a sus dotes actorales rodeados por los finos trazos del óleo “Retrato de pintor armenio”, “El paisaje de Glew”, “Griselda” –una vecina a la que Soldi representó levemente enojada en 1963–, “El vegetariano de Glew”, “La Kuky”, “Domingo en la General Paz”, “Las sombrilleras”, “El caballo que baila” y las ilustraciones de “Veinte poemas de amor”, una de las obras más celebradas de Pablo Neruda.
“Al principio, yo no lo quería mucho a Soldi porque me quitaba a mi papá”, sorprende Ozón, sentada en la sala teatral con 200 butacas de la Fundación, justo cuando arranca la proyección de una película documental que repasa vida y obra de Soldi en diez minutos.
Razones más que atendibles explican el rechazo de la mujer, décadas antes de que se transformara en guía y profesora de teatro: su padre José Ozón –docente de Historia y dueño de un criadero de pollos– dejaba correr las horas en interminables tertulias con Soldi y el pintor Cueto, al tiempo que se desentendía del universo infantil que su hija atravesaba entonces.
Desde la pantalla, la voz de Soldi demanda silencio en la sala y devuelve al artista al centro de la escena: “Venecia me hizo pintor renacentista y en Glew descubrí un lugar apacible, pueblerino, para tomar mate todo el día”. Afuera, una leve brisa trae la polvareda de una cuadra de tierra y borronea la silueta de un carro tirado por un caballo exhausto, que se bambolea para acomodarse sobre el pavimento gastado.
La reconocida trayectoria de Raúl Soldi y el importante legado que dejó en Glew son dos datos clave para explicar el escaso conocimiento que los propios pobladores de Almirante Brown tienen sobre Cósimo Manigrasso, otro vecino ilustre de Glew.
Soldi y Manigrasso crearon conjuntamente el “Vía Crucis”, moldeado sobre mayólicas en la iglesia de Santa Ana. A través de más de 500 piezas de cerámica toscana (entre las que se destacan enormes ánforas) y pinturas, la obra del artista nacido en Grottaglie (Italia) en 1925 y fallecido aquí en 2003 es exhibida en la casona que fuera el taller de Manigrasso, coordinado por su nieta Analía, en Alberdi 356, entre Güiraldes y Alem, a cuatro cuadras de la estación de Glew. Se realizan visitas y se dictan talleres de mosaico, tapiz artesanal, cerámica y porcelana fina.
Buena parte de la intensa rutina creativa que se impuso Manigrasso hasta su muerte en 2004 se refleja en los más de mil cuadros pintados al óleo y vasijas exhibidos en el museo.
Su nieta política, Analía Suárez, se encarga de guiar el recorrido por las cuatro salas y relatar la apasionante vida que transitó su ilustre abuelo.
“En la sala Ana María Mandolini se pueden apreciar las herramientas que utilizaba Manigrasso, su cámara de fotos, ánforas, cuadros, el escritorio, un reloj de bolsillo y el delantal, que -así como él sostenía- ‘no se lava porque allí queda el alma del artista’”, explica la anfitriona del museo.
Alumnos de una escuela primaria están listos para esbozar sus creaciones en cerámica con la técnica “pellizco”.
Analía les sugiere arremangarse como primer paso necesario antes de repartirles bochas de arcilla y un hilo para cortar la masa en bolitas que quepan en una mano.
Sin apuro y desbordados por el entusiasmo, los aspirantes a alfareros ponen manos a la obra y moldean según su propia veta creativa. Se intuye que nuevos artistas asoman en el horizonte de Glew. Nota aquí.









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