«Un escritor mayor no debe poner nunca en cuestión a un escritor más joven, sino ser lo más generoso posible con él»
Nos desplazamos a Rota, al lado de la calle Felipe Benítez Reyes, para charlar precisamente con el escritor Felipe Benítez Reyes (Rota, 1960), auténtico autor todoterreno, capaz no solo de desenvolverse con soltura en prácticamente cualquier género literario sino de ser un autor de culto a la vez que popular, con la idea en realidad de sonsacarle su pasado rockero, también para hablar de su Rota natal, invadida durante su infancia por la Marina norteamericana, así como sobre sus inicios como escritor y editor de revistas, sobre sus célebres amistades literarias, sobre sus filias y sus fobias en definitiva, sin contemplar que al final terminaríamos escuchando unas cuantas alocadas historias más propias de uno de sus libros de relatos que de la vida de alguien que vive en Rota al lado de una calle con su nombre y que atiende al nombre de Felipe Benítez Reyes, gran poeta, excelente narrador y mejor ser humano.
El haber nacido en Rota, ¿cuánto marca una vida?
Supongo que mucho… como el nacer en cualquier otra parte [risas]. Los que fuimos adolescentes aquí en la década de 1970 tuvimos sobre todo una vía fundamental de escape para las grisuras propias de la época: la música. Escuchábamos la que sonaba en la emisora de la base norteamericana, la American Forces Radio, que emitía noticieros cada hora, pero que durante el resto del tiempo ponía música norteamericana o británica, y sentarnos en corro los amigos a escucharla se convirtió en uno de nuestros rituales diarios, cuando salíamos del instituto. Teníamos nuestro club en un ala deshabitada de la casa de mis abuelos paternos. Los viernes y sábados poníamos unas bombillas rojas y verdes y bailábamos allí con las niñas de la pandilla. Los discos que ponían en la American Forces Radio eran los mismos que sonaban entonces como novedad en las emisoras de Estados Unidos y de Reino Unido. Muchos de esos discos tardaban meses o incluso años en llegar al mercado español —si es que llegaban—, por lo que teníamos la ventaja de escuchar lo último en tiempo real, digamos. En nuestra pandilla había un chaval que era hijo de norteamericano y de española, de modo que podía entrar en la base y comprar un disco recién llegado de Estados Unidos. Hacíamos entre todos una colecta, le dábamos el dinero y lo esperábamos en la puerta de la base como quien espera el advenimiento de un mesías. Llegamos a tener una buena colección comunal, en parte porque los soldados norteamericanos, cuando los destinaban a otro sitio, vendían los discos por nada y menos, o los regalaban. A los elepés que caían en nuestras manos terminábamos gastándoles el surco de tanto escucharlos. Nota aquí.
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