¡OH, QUÉ LUNA!
A mí me habían crecido quince mayos
casi sin enterarme, tu mostrabas
diecisiete noviembres y una hombría
que quizá te venía un poco grande.
Pelegrinos lorquianos recorríamos
el sinuoso camino adolescente.
Desvirgaste mi boca como es propio
una noche de luna irrevocable; luego,
sin consultar, la vida decidió por nosotros.
La mía se hizo añicos muy temprano,
la tuya resistía a duras penas,
pero siempre acechaba
el beso primerizo y otras cosas
que quedaron pendientes.
Lo sabíamos ambos aquel día
que el azar nos reunió bajo otra luna
por aquellas callejas estrechísimas.
Ya nos faltaba poco
para cumplir cincuenta y a la espalda
dos mochilas repletas de fracasos.
Y la noche acabó como debía,
disolviendo el pasado y las tristezas
en semen, en saliva y en sudores,
en besos y en tequieros a destiempo.
Fumando un cigarrillo preguntaste
que por qué lo dejamos cuando entonces,
y yo me puse cínica y te dije
que a mí también me habrías engañado
tal vez con la mujer que compartía
contigo sus miserias cotidianas.
Que casi prefería ser la otra.
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