Pongamos que hablo de Serrat…
Hay personas con las que te cruzás a diario y no pasa nada. Absolutamente nada.
Otras, en tanto, con las que quizás hablás unas pocas veces en la vida, modifican tu existencia.
Durante mi infancia, Joan Manuel Serrat fue un long play en un cajón de un mueble ubicado en el garaje del hogar familiar.
No era que el catalán estuviera condenado a una sombra de ostracismo, simplemente sucedía que en la casa no había tocadiscos. Hablamos de un vinilo, y en la época en que quien suscribe era un niño, si bien todavía no eran objetos de colección, ya no resultaba tan común contar con aparatos para reproducirlos.
Aún los cds aguardaban por su difusión masiva en la Argentina y lo más común era escuchar cassettes (si algún joven cayó desprevenido en este artículo y desconoce el término, se le recomienda buscar un mayor que intente explicarle que existían unas cositas de plástico con cintas magnéticas en su interior que reproducían sonidos…).
En fin, a lo que iba… Serrat, para mí, más allá del respeto que imponía su nombre, porque en mi familia, como en tantas otras, siempre se lo consideró un prócer de carne y hueso –pero lejos del mármol–, era un disco en un cajón.
Y, más allá de que no contaba con un equipo para reproducirlo, cuando husmeaba en el mobiliario, aquella carpeta acartonada con un círculo negro en su interior llamaba mi atención.
En la tapa se lo veía a ese tal Joan Manuel sentado en el piso, con las piernas estiradas, una campera de cuero marrón, polera negra, pantalón beige y botas, encendiendo un cigarrillo.
Yo, en aquel momento, andaría por los diez años. Nota aquí.
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